CINE EN SALAS
Amy Winehouse ha sido, probablemente, el fenómeno musical anglosajón por excelencia de este siglo, al margen de las grandes estrellas del pop (Madonna, Gaga, Swift, Beyoncé). No fue una estrellita de plástico, sino que sus canciones transmitían, poéticamente, su airada vida, a lo largo de la cual se convirtió en alcohólica (cuasi) irredenta y, consecutivamente, adicta a la maría, a la coca y a otros narcóticos cada vez más extremos; también sus relaciones y (des)encuentros amorosos, en especial el que mantuvo, desde que lo conoció, con el que sería su marido, Blake Fielder-Civil, un pelanas que, sin embargo, la colmaba absolutamente, aunque sus peleas eran constantes, mayormente porque Amy tenía una voz como de ángel negro, pero también la mecha muy, muy corta...
Sobre la azarosa vida de Amy, y su precoz defunción (fue encontrada muerta por una intoxicación etílica en su casa, con 27 años, convirtiéndose así en una nueva “socia” del llamado “club de los 27”, cantantes y músicos muertos a esa temprana edad) se han hecho varios productos audiovisuales, mayormente documentales, como Amy (la chica detrás del nombre) (2015), de Asif Kapadia. Ahora se afronta un biopic más o menos costeado (30 millones de dólares de presupuesto), con la cineasta Sam Taylor-Johnson como directora y coproductora. Taylor-Johnson (esposa de Aaron Taylor-Johson, del que se sigue rumoreando que será el próximo 007) tiene una carrera en la que abundan los vídeos musicales (ha hecho varios para Elton John), y también en biopics peculiares sobre estrellas de la música, como Nowhere boy (2008), sobre la adolescencia y primera juventud del “beatle” John Lennon; no le tendremos en cuenta algunos encargos no precisamente distinguidos (desde el punto de vista de una carrera de calidad, se entiende), como Cincuenta sombras de Grey (2015), la adaptación de la popular primera novela de E.L. James que alguien llamó, con sorna, “porno para mamás”.
Lo cierto es que nos parece que Taylor-Johnson ha conseguido con esta Back to black reflejar atinadamente lo que fue la vida/carrousel de Amy Winehouse, tocada por el dedo de Dios con una voz prodigiosamente negra en una blanca judía, además de una extraordinaria capacidad creativa para poner letra y música a su agitada existencia, convirtiéndose en un icono rebelde, en una mujer que, con sus contradicciones, con su moño imposible (que recuerda, sí, vagamente, el de Marge Simpson...), con sus excentricidades y sus borracheras en público, dejó una huella indeleble en sus millones de fans y, en general, en la sociedad del momento.
La directora, con buen criterio, opta por un tratamiento cronológico, en el que iremos conociendo a Amy cuando era solo una incipiente cantautora que interpretaba las canciones que ella misma componía en un pub de su barrio, Camden, en Londres, hasta que es descubierta por una discográfica y su vertiginoso ascenso a la fama, coronado con la obtención de 5 premios Grammy, a la par que vamos conociendo sus amores y desamores, pero sobre todo su encoñamiento (no parece que haya una palabra que lo defina mejor, aunque sea brutal) con el que sería su marido, el mentado Blake Fielder-Civil, que sería a su vez su cénit y su nadir. Su cénit, porque su historia de amor (y de posterior desamor) produjo algunas de las canciones más extraordinariamente intensas y potentes de su carrera, como las del álbum Back to black (“volver al negro”), que da nombre también al film; su nadir, porque la adicción de Blake a las drogas duras la abocó a ella también a su consumo.
La película, conforme va avanzando y, con ello, va progresando también en la espiral autodestructiva de Amy, se va haciendo más oscura, con ambientes nocturnos, los de las actuaciones de la diva rebelde, casi siempre sosteniéndose a duras penas por la gran cantidad de alcohol trasegado, profundizando en esa desesperanza en la que la sumía las retiradas de su amor, en una relación tempestuosa en la que, a la manera de la famosa canción, “ni contigo ni sin ti/ tienen mis males remedio”.
El trabajo de Sam Taylor-Johnson nos parece sólido, con empaque, con una realización elegante y sobria, en un biopic que no se limita a la mera exposición de hechos de la vida y la muerte de la biografiada, sino que busca sus motivaciones, se aproxima al desabrido carácter de Amy, pintada aquí (y dado que se ha contado con las bendiciones de la familia, está claro que debió ser así) como una mujer con una rara capacidad para ser rabiosamente antipática, incluso violenta, hasta con las personas que más quería, mayormente con su marido, con el que las trifulcas eran constantes. Ese acercamiento a la vez respetuoso hacia la excepcional artista pero también sin ambages en cuanto a un carácter como de erizo, es una virtud poco frecuente en este tipo de productos que cuentan la vida y milagros de esos seres excepcionales que, muy de vez en cuando, surgen casi de la nada, para convertirse en mitos, en iconos perdurables quizá eternamente.
Pero es verdad también que quizá dos tercios de las bondades del film radiquen en el espléndido trabajo de la protagonista, una Marisa Abela que se metamorfosea en Amy, incluso en su voz (con lo particularísima que era...), consiguiendo no solo un parecido físico notable sino, también, imbuyéndose del espíritu atrabiliario de esta mujer que, como ella misma decía, tenía que vivir sus canciones, y las escribía para poder sacar algo bueno de lo malo. Abela está magnífica, ella “es” Amy, y sin duda este puede ser el papel de su carrera por el que será recordada. Del resto del reparto nos quedamos con el trabajo de dos buenos veteranos, Eddie Marsan, como el padre de la cantante, y sobre todo la gran Lesley Manville, como la abuela que dejaría una profunda huella (humana, pero también artística) en su nieta.
(05-06-2024)
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