Hay un papanatismo en la crítica de cine que no es nuevo pero sí que parece especialmente renovado en estos tiempos convulsos de crisis económica, social y de valores. Parece decir: como todo lo que hace la gente nueva es basura ideada por los expertos de “marketing” de las “majors”, refugiémonos en los clásicos, en los escasos cineastas de la antigua escuela que aún ruedan. Como una cosa lleva a la otra, se estrena este El escritor, ultimo filme hasta ahora de Roman Polanski, y ya estamos ante una obra maestra.
Pues no. Porque la nueva película de Polanski adolece de un pecado original lamentable, cual es que el propio autor de la novela en la que se basa el filme, Robert Harris, sea el autor del guión. Así las cosas, no es de extrañar que estemos ante un thriller donde lo más llamativo es, precisamente, la extraña forma de comportarse de un individuo, el escritor protagonista, “negro” del ex primer ministro Tony Blair (uy, quiero decir Adam Lang, que lapsus tan tonto…), al que asaltan en la calle, golpean y roban un manuscrito, y no se le ocurre llamar a la policía sino irse a su casa a dormir la mona; o al que allanan escandalosamente su habitación de hotel, y a lo más que llega es a preguntar en recepción si hay más huéspedes, como si sólo estos pudieran ser los autores del delito; o al que se le ocurre salir a pasear en bicicleta por la isla en la que se encuentra, bajo un tormentón de cuidado, desdeñando el confortable vehículo que, sin embargo, conducirá sin problemas más tarde, ya con el tiempo normalizado, vehículo que se convertirá (gracias a las maravillas del GPS) en una curiosa herramienta de investigación.
El novelista y guionista, entonces, actúa al dictado de su capricho; nadie en su sano juicio actuaría como este escritor para otros (un “negro”, para decirlo en el argot del gremio de los plumillas), sin que quepa atribuirle ningún tipo de comportamiento excéntrico. De hecho, es uno de los personajes escritores que han aparecido en pantalla en los últimos años más normales y corrientes, quizá hasta demasiado. Entonces Harris, guionista además de novelista, actúa como el caprichoso demiurgo que demuestra querer ser, lo que va en detrimento de la credibilidad de la trama y lo que no hace sino poner en aprietos a un cineasta seguro y creativo como Polanski, quien demasiado hace poniendo en imágenes esta historia imposible que, sin embargo, sí resulta verosímil en cuanto a la figura en torno a la que gira, ese ex primer ministro británico, que ha estado diez años en el poder, y que se encuentra en entredicho por su participación sin ambages en la invasión de Iraq, lo que, a la postre, dio la puntilla a una brillante carrera política que, sin ese pesado lastre, aún no hubiera acabado. La figura de Blair, entonces, es claramente la inspiradora de este “premier” Adam Lang, aunque es cierto que Brosnan no se parece físicamente demasiado (más bien nada) al ínclito escocés que gobernó el Reino Unido durante un decenio. La intriga subsiguiente, por supuesto, con espías, asesinatos y otros perenguendengues, no deja de ser una elucubración puramente artística, un onanismo mental que busca la intriga palaciega (nunca mejor dicho, dado el antagonista).
Eso sí, Polanski, que se limita durante todo el filme a poner su saber hacer, sus formas clásicas y la maestría en la puesta en escena que nadie le niega, termina la película con una bellísima elipsis (que no contaremos, claro, para no incurrir en un “spoiler” descarado), que vale más que el resto de la película. Claro que un minuto de gloria por ciento veintisiete de mediocridad da lugar a una ratio difícilmente asumible para nadie: ni siquiera para los papanatas de la crítica que han creído ver una obra de arte cuando es sólo un artefacto a ratos tirando a plúmbeo, con una irisación final de oro purísimo.
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