Stan Laurel y Oliver Hardy, conocidos en España como el Gordo y el Flaco, fue una muy popular pareja de cómicos (Laurel británico, Hardy norteamericano) que empezaron a hacer cine por separado en la segunda mitad de los años diez del siglo XX, para, a partir de 1927, con The second hundred years, bajo dirección del gran Leo McCarey, iniciar una fructífera relación artística que se prolongaría durante varios decenios. En contra de lo que ocurrió con otras estrellas del cine mudo (cfr. Buster Keaton, por ejemplo), el Gordo y el Flaco sobrevivieron sin mayores problemas en el cambio al cine sonoro que se produjo a partir de 1927 con la primera película de ese tipo, The jazz singer. De hecho, la mayor parte de sus películas en comandita se hicieron ya en el novedoso sistema sonoro, gracias a que la palabra y el ruido lo que hizo fue subrayar adecuadamente su humor, siempre muy visual, muy “slapstick”, muy de patada en el trasero y tartazo en la cara, por simplificar.
Ahora el escocés Jon S. Baird lleva a la pantalla a las dos estrellas, ya casi a mediados de los años cincuenta, cuando iniciaron una gira por el Reino Unido (patria de Laurel) para volver a estar en el candelero, tras una etapa de cierto opacamiento artístico, y de esta forma volver a rodar una película en Inglaterra que iba a poner en solfa, en clave humorística, el mito de Robin Hood. Los dos cómicos arrastraban un cierto resentimiento mutuo desde años atrás, cuando, tras ser despedido en los años treinta Stan Laurel de las producciones de Hal Roach, Hardy, acuciado por problemas económicos, accedió a sustituir a su compañero por otro cómico, aunque el resultado fue tirando a lamentable. Esa “traición” se mantendrá enconada, también encerrada bajo siete llaves, a lo largo de los años, para aflorar cuando, durante la gira británica, los problemas entre la pareja surgen, tanto por la enfermedad cardíaca de Hardy como por la llegada de las mujeres de ambos, que se soportaban malamente, y la incierta posibilidad de que, finalmente, se pudiera hacer la película que debería relanzar su carrera.
El Gordo y el Flaco es, entonces, una mirada crepuscular sobre dos de los grandes cómicos que llenaron la vida de la sociedad norteamericana (y, por extensión, de toda su área de influencia, fundamentalmente Europa, Canadá y Australia) durante las décadas de los veinte, treinta y cuarenta, para languidecer a partir de los cincuenta hasta su práctica consunción por la enfermedad y muerte de Hardy y la posterior retirada de los escenarios y los platós de Laurel.
Baird filma a sus criaturas con un evidente cariño: aun con sus diferencias, evidentes, está claro que el director apuesta porque entre ambos existió una relación afectiva más allá de toda disputa creativa. El cineasta escocés pone en escena este último tramo en la vida artística de los dos cómicos, en esa última gira tras la cual no volvieron a actuar juntos en un escenario (aunque sí lo hicieron en algún programa televisivo), esa última mirada hacia dos cómicos que alegraron, con su humor elemental, simple pero efectivo, las vidas de varias generaciones de ciudadanos, en una época (el Crack del 29, la Gran Depresión, la Segunda Guerra Mundial) especialmente dura para la mera supervivencia de la gente de a pie.
Sobre el libro Laurel & Hardy. The british tours, de A.J. Marriot, guionizado por Jeff Pope (el prestigioso autor del libreto de Philomena, nominado al Oscar), Jon S. Baird hace con este su tercer largometraje, tras Cass (2008) y la controvertida Filth, el sucio (2013), con James McAvoy en plan detective guarrete y bipolar, que probablemente fue el germen de Múltiple (2016), de M. Night Shyamalan. Con El Gordo y el Flaco da un giro copernicano en su cine, apostando por la mirada melancólica hacia dos seres que habían convivido artísticamente durante un cuarto de siglo, que lo habían sido todo en el cine y que, aunque ellos no lo sabían aunque quizá intuían, iban camino de convertirse en la nada, en esa nada que la vida de bohemia, tan frecuentemente, depara a los artistas.
Film hermoso en su visión nostálgica de una época que, obviamente, no volverá, en su mirada amable hacia dos personajes míticos en la época en que estaban dejando de serlo, barridos por nuevas formas de humor y entretenimiento, El Gordo y el Flaco es, por supuesto, un biopic, pero alejado del habitual acartonamiento que suele recorrer el género, con escenas y secuencias en las que Baird consigue apreciables dosis de emoción no impostada, de estrecho acercamiento a la figura de los seres humanos que se camuflaban tras las ropas estrafalarias del dúo, tras los bombines, las corbatas ridículas, los gestos exagerados propios del cine mudo del que, en puridad, nunca llegaron a salir totalmente Laurel y Hardy.
Grande, grandísimo trabajo de interpretación de Steve Coogan y John C. Reilly como la famosa pareja cómica, en especial del primero, que consigue una composición idéntica a la del famoso Stan Laurel, incluso con sus características “orejas de soplillo” que le daban el aspecto de un encanijado Dumbo antropomorfizado. Del resto nos quedaremos con un Danny Huston en un pequeño papel, el del irascible director y productor Hal Roach, otro de los nombres imprescindibles del cine mudo (aunque también rodó cuando llegó el sonoro), papel que el hijo de John Huston resuelve de forma admirable, con una contenida furia muy lograda.
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