A mediados de la década de los setenta Ingmar Bergman se ve obligado a exiliarse de su país natal, Suecia, por un turbio asunto fiscal. El más importante cineasta sueco de la historia tendrá entonces que hacer cine fuera de su tierra, con fortuna incierta. Uno de los trabajos de aquellos días de desasosiego fue El huevo de la serpiente, rodada en coproducción entre Alemania y Estados Unidos, país este último donde ya se había afincado otro ilustre inmigrante (bien que por motivos muy distintos), el italiano Dino de Laurentiis, que curiosamente produjo en el mismo año este extraño drama bergmaniano y la primera secuela de King Kong, en un registro evidentemente muy distinto.
La película alemana de Bergman es uno de los filmes más extraños del director, ambientado en la República de Weimar, la Alemania de entre guerras, cuando el paro, el hambre, la desolación y la ruina histórica se adueñaban del país centroeuropeo. Es en este contexto donde Bergman narra la sórdida historia de amor entre un hombre y su cuñada, reciente viuda por suicidio. En el entorno, cobra vida la idea generalizada de que sólo un salvador podrá sacar al país de su postración: el fantasma de Hitler, la sombra del nazismo, se recorta ya en el horizonte.
Alejado Bergman de sus obsesiones suecas, el filme no llega a la altura de sus obras maestras, pero tiene dosis de perturbadora rareza, de sutilísima imaginería expresionista.
Aunque Bergman no rodó en Suecia, se rodeó de algunos de sus íntimos colaboradores escandinavos, como el fotógrafo Sven Nykvist, maestro de la luz, o la actriz Liv Ullmann. Junto a ellos, actores ajenos a la obra bergmaniana pero que no desentonaron en el tono alucinado que recorre toda la cinta. Así, David Carradine, como el infeliz protagonista, o Heinz Bennent, a quien recordamos en Posesión de Zulawski, como un trasunto de los criminales médicos nazis.
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