Jeanne Herry es hija de la actriz Miou-Miou (cuyo nombre real es Sylvette Herry) y del cantante Julien Leclerc. Quiere decirse que vivió desde pequeña el ambiente artístico en su propia familia, por lo que era previsible, como así fue, que continuara los pasos de sus progenitores. Se graduó en el Conservatorio Nacional de Arte Dramático de París, aunque anteriormente ya había aparecido episódicamente como actriz de reparto en la famosa Milou en Mayo (1990), de Louis Malle, y algunos telefilms. Su carrera como actriz lo cierto es que ha sido un tanto titubeante y sin mucha continuidad. Sin embargo, a partir de 2009, con su corto Marcher, ha iniciado una carrera como directora que, a la vista de esta En buenas manos, parece tener mejores expectativas.
Francia, en nuestros días, aunque la acción da saltos atrás y adelante en algunos años, para que conozcamos la situación vital de algunos de los personajes. Una joven de 21 años, embarazada de una relación esporádica, que no quiere quedarse con su bebé, da a luz en una clínica donde da a conocer sus intenciones. Se activa entonces el protocolo para dar en adopción al pequeño Theo; como legalmente hay dos meses de plazo para que la madre pueda retractarse, si así lo quiere, de su decisión de dar en adopción al niño, los servicios sociales buscan unos padres de acogida hasta entonces. Lo encuentran en Jean, un hombre de mediana edad que ya ha ejercido otras veces como tal. Entre tanto, conoceremos también a Alice, mujer divorciada que desde hace años tiene solicitado un bebé en adopción, y a algunas de las trabajadoras sociales (porque casi todas son mujeres), como Karine, que a su vez guarda un secreto respecto de Jean...
Demuestra Jeanne Herry buena mano para el guion, que es original suyo, y para la puesta en escena. Es novata (apenas cinco productos audiovisuales, siendo este su segundo largometraje de ficción en cine), pero no se le nota en absoluto. Filma con elegancia, y sobre todo con sensibilidad, porque su historia podría ser nitroglicerina sentimentaloide, pero Herry consigue la rara proeza de que, siendo la hermosa crónica de una adopción complicada por diversas razones (por parte de la madre del bebé, del propio pequeño, del padre de acogida, de la asistente social encargada del caso, de la futura mamá adoptiva), asistamos a la misma implicados emocionalmente pero sin sentirnos emboscados hacia la lágrima fácil ni el ternurismo superficial.
Porque En buenas manos retrata, con buen tino, con tacto, con humanidad, los diversos avatares que recorre un crío desde que es dado en adopción hasta que encuentra por fin la madre (o el padre, o los padres) que finalmente lo tengan como suyo, lo hagan suyo, sean tan hijos como los biológicos, a veces incluso más que los biológicos. Por supuesto que hay cosas que resultan algo chirriantes, como las un tanto pesadas parrafadas legalistas que las asistentes sociales de toda laya (la encargada de asesorar a la madre renuente, las que han de tratar, a veces lidiar, con los padres y madres aspirantes) endilgan a sus interlocutores, para darles a conocer sus derechos y sus deberes en el largo proceso de adopción, que con frecuencia parece una carrera de obstáculos antes que un procedimiento para otorgar felicidad y futuro a los críos cuyas progenitoras renuncian a ellos. Pero es seguramente inevitable, y además probablemente sea conveniente que el espectador también se familiarice con esas circunstancias que han de cumplirse para que todo sea reglado, para que todo converja hacia el final último e irrenunciable, la ubicación del bebé en una familia que le dé amor, cuidados y condiciones objetivas para desarrollarse en paz y armonía.
Pareciera en algún momento que el film estuviera financiado por los servicios sociales franceses, pues ciertamente, y en contra de lo que a veces ocurre en cine, donde las instituciones de este tipo son los “malos” de la película, arrebatando a niños desvalidos de familias desestructuradas a sus pencos padres, que son más un peligro para ellos que una protección, aquí es la figura generosa y objetiva sobre la que gira el encauzamiento razonable de un caso que, como es obvio, se repite habitualmente, en Francia y en cualquier parte, la entrega en adopción de niños no deseados, por las razones que sean, que a nadie importan. No obstante, se agradece que, como dicen ahora los politicastros, se ponga en valor la tarea callada, constante, entregada, casi nunca reconocida, de las personas que, en nombre del estado, procuran el bien de los pequeños puestos bajo su tutela.
Bien dirigida y montada, la película se beneficia de una notable dirección de actores (los directores que, como Jeanne Herry, son también intérpretes, suelen hacer esta tarea especialmente bien), entre los que descuellan una Sandrine Kiberlain cada vez mejor, que ha ganado en calidad interpretativa con la edad; una Élodie Bouchez que aporta el punto exacto de emoción a su personaje, tan frágil pero finalmente tan fuerte; un Gilles Lellouche que rompe absolutamente todos los estereotipos maternales y paternales, en un rol ciertamente inolvidable, que él matiza con una sensibilidad extraordinaria; y, finalmente, una Miou-Miou, la madre de la realizadora, ahora una sexagenaria esplendorosa, la madurez, la sabiduría, la mesura, la sensatez en un proceso en el que con tanta frecuencia los nervios están a flor de piel, en el que con tanta asiduidad se pierden los papeles, sobre todo por parte de los postulantes que aguantan carros y carretas hasta que consiguen, si es que lo consiguen, acunar entre sus brazos al tan ansiado hijo.
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