Alexander Payne, en la fecha en la que escribimos estas líneas (al filo de acabar el primer cuarto del siglo XXI), se ha convertido ya en un cineasta apreciado tanto por crítica como por público, con films que han gozado, en general, de la consideración de ambos, como Los descendientes (2011), Nebraska (2013) y Los que se quedan (2023), dramedias ambientadas en las clases medias norteamericanas, en esa “aurea mediocritas” a la que pertenecemos casi todos. Pues la primera película que lo puso en el mapa fue esta Entre copas, casi a principios de este siglo, aunque su carrera comenzó bastante antes, en 1985. Pero hasta llegar al film que comentamos, lo cierto es que su obra había tenido escasa repercusión, salvo, tal vez, A propósito de Schmidt (2022), a la que sin embargo se le notaba demasiado la influencia de la reciente y exitosa Mejor... imposible, también con Jack Nicholson como protagonista un punto majara.
Pero con Entre copas Payne empezó a contar, de verdad, en el cine norteamericano, y aunque no es autor prolífico (ha hecho nueve largos en más de tres décadas...), sus pelis se esperan con interés y curiosidad, y no suelen defraudar. Y todo empezó, como decimos, con este Entre copas, que es a la vez cine independiente y cine de clase media, este último en trance de desaparecer (si no lo ha hecho ya), devorado por el cine de superhéroes y otros productos “mainstream”, por la parte superior (económicamente hablando), y por las pelis “indies” norteamericanas, por la parte inferior (siempre hablando, por supuesto, en términos de presupuestos y taquillas).
La película se desarrolla a lo largo de ocho días, desde un sábado hasta ese mismo día de la semana siguiente. Conocemos a Miles, un cuarentón regordete, escaso de pelo, exquisito conocedor del mundo del vino, y a Jack, de profesión actor, con aspecto de ligón, pero sin pajolera idea del tema vinícola, y, en general, con una mente bastante elemental. Ambos, amigos, van a hacer un viaje antes de que el segundo se case con su novia. Miles está esperando que le contesten sobre la posible publicación de un libro que ha escrito, lo que lo mantiene en un estado de incertidumbre; además, está divorciado, aunque añora a su mujer, sin haber conseguido pasar página; como consecuencia de ello, desde su separación mantiene una castidad casi monacal. Jack le dice que lo que le hace falta es un buen polvo, y que él, desde luego, piensa follar durante esa semana antes de casarse...
Aquí, como en toda la filmografía que le conocemos, a Payne le gusta jugar la carta realista, incluso costumbrista, con tareas de la vida cotidiana (incluso, literalmente, hacer de vientre...), con personajes con algún tipo de peculiaridad, en una película de narración fluida, con diálogos frescos, agradables y naturales, en la que el personaje central, con ciertos rasgos misántropos, permanece metafóricamente encerrado en su dorada torre de marfil vinícola, de la que no es capaz de salir. Esta semana de viaje por la América profunda, una “road movie” de libro, pretende en teoría ser un tour en busca de los mejores viñedos del país, pero en realidad lo que hará será sacarlo de ese marasmo vital, una vez que asuma lo que es, un pobre diablo aún arrasado por un matrimonio fracasado. Ello hace que la peli, a ratos, adquiera un (adecuado) tono melancólico.
Paralelamente habrá una cierta reflexión sobre las inevitables dudas que pueden surgir en esas vísperas del casorio, cuando los futuros cónyuges empiezan a ser conscientes de la trascendencia del paso que van a dar, nada menos que formar un proyecto de vida en común (puede sonar cursi, pero es así...). Estamos también, como hemos apuntado, ante un viaje por la América enológica, tanto de lugares donde beber vinos de calidad como de viñedos; de ahí procede precisamente el título español de Entre copas, que en este caso nos parece superior al original, Sideways, que sería algo así como “de lado” o “hacia los lados”, que en español, desde luego, no dice gran cosa...
Formalmente, Payne usa (y casi abusa...) del primer plano, lo que confiere al film un cierto tono televisivo (el primer plano, como es sabido, es el plano por excelencia de los audiovisuales realizados directamente para televisión, mayormente porque las dimensiones de las pantallas, al menos antiguamente, no eran proclives a grandes planos generales), pero entendemos que lo hace como forma de acercarse a los personajes, de sentirnos más próximos a ellos. A veces juega con peculiares recursos como la pantalla dividida, pero sin abusar de ello y haciéndolo de forma coherente, sin buscar lucirse.
Habrá que poner en el platillo de la balanza del debe la omnipresente música de Rolfe Kent con la que se nos castiga, una música que no cesa nunca y que a veces incluso impide oír bien los diálogos. En cuanto a los actores, Paul Giamatti, como siempre, está excelso: casi siempre segurísimo actor secundario, aquí hace una espléndida composición protagonista con el personaje de Miles, ese pobre diablo refugiado a todo trance en su hobby vinícola. Muy inferior nos parece su coprotagonista, Thomas Haden Church, el futuro esposo (o no...), un tipo que se parece muchísimo a Arnold Schwarzenegger de joven, pero casi tan palo como el famoso astro de origen austríaco (pero sin su carisma, claro...).
Estamos entonces ante una agradable dramedia (a ratos un tanto relamida, es cierto...), con un cierto tono vintage, seguramente sin pretenderlo, y que sería mejor si no sonara permanentemente la música, en un hermoso recorrido por el país buscando (conscientemente) claves vitivinícolas y (subconscientemente) claves románticas.
(19-01-2025)
127'