El más importante de los cineastas japoneses del último cuarto de siglo (no incluimos, por tanto, a la vieja guardia de Akira Kurosawa, Yasujiro Ozu o Kenji Mizoguchi, aunque alguno –concretamente el gran Akira-- haya prolongado el último suspiro de su carrera dentro de ese período de tiempo), Nagisa Ôshima, el autor de la polémica El imperio de los sentidos (1976), realiza algunos años más tarde esta atormentada visión de la Segunda Guerra Mundial en un campo de concentración nipón, donde un capitán japonés de acendrado amor a la tradición de su país sentirá que toda su escala de valores se tambalea cuando llega al recinto un oficial británico de andrógina belleza por el que se siente ambiguamente fascinado.
Con tal argumento, Ôshima realiza una impecable introspección en el alma humana y en cuanto de inexplicable, inexplicado hay en ella. La tortura, física y moral, el amor, el odio, el sadismo y el masoquismo como caras de una misma moneda, de una misma pasión, son sus temas, espléndidamente desarrollados en una cinta tan lejana de la pornografía como cercana a la filosofía, a cuanto de pensamiento intelectivo hay en el ser humano.
David Bowie resulta el perfecto, fascinante efebo causante de la pasión del capitán, y Ryûichi Sakamoto, autor además de la extraordinaria banda sonora, el samurai desgarrado entre su corazón y su mente.
(14-06-2007)
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