No es difícil intuir la génesis de esta película: cuando en 2016 el cineasta hindú-americano M. Night Shyamalan rodó Múltiple, venía de hacer varios films que no habían funcionado demasiado bien en taquilla, como After Earth (2013), que además fue bastante costoso (estando de por medio la estrella Will Smith era de prever). Sin embargo, esa Múltiple tuvo una excelente recaudación, multiplicando por treinta su modesto (para Hollywood) presupuesto. Así que, como en esa película ponía en escena a un tipo con personalidad múltiple (Trastorno Disociativo de la Personalidad, le llaman los profesionales de la Psicología), lo que le confería capacidades sobrehumanas cuando aparecía la personalidad llamada La Bestia, con una fuerza y unos poderes que contravienen a las leyes de la Naturaleza (lo de andar a gatas por los techos no se compadece demasiado bien con Newton...), el bueno de Manoj (que esa es la “M” de M. Night Shyalaman) debió pensar que por qué no unirlo a otros de sus personajes dotados de poderes digamos preternaturales, en este caso los que aparecían en El protegido (2000), David Dunn, de cuerpo invulnerable, a la manera del Aquiles de La Iliada (aunque, como este, con su talón de ídem, en este caso su debilitamiento en contacto con el agua, a modo de peculiar kryptonita) y Elijah Price, de huesos de cristal pero con una portentosa capacidad intelectiva que le hacía muy superior a cualquiera de sus congéneres.
También debió influir en Shyamalan el un tanto exhibicionista muestrario de personalidades que permitía el personaje de Kevin, afectado por ese trastorno multipolar, y que en Múltiple hacía que James McAvoy se luciera con nada menos que hasta nueve roles distintos; ahora, en un circense más difícil todavía, el actor escocés tendrá que interpretar veinte papeles diferentes en un mismo cuerpo, sin vestuario ni caracterización distintiva.
Con todo eso, Shyamalan ha hecho una película que prometía, al incluir tres talentos sobrenaturales (si entramos, por supuesto, en ese juego...) con capacidades muy especiales, alejados de los típicos superhéroes de capa y leotardos (afortunadamente: qué pesadez con los tíos y tías en mallas...), aunque ahí se terminan sus virtudes. Como casi siempre en los últimos tiempos, la película de Shyamalan falla por el guion, con unos diálogos que no pueden ser más discursivos, más pesados, más plúmbeos: en una película que debería avanzar con imágenes, aquí se avanza con palabrería hueca, con digresiones de la psicóloga en jefe, con golpes de efecto, con incoherencias argumentales; entre otras cosas, ¿cómo sale, como Pedro por su casa, el tullido en su silla de ruedas de su hipervigilada celda, cerrada con todos los sistemas de seguridad imaginables?).
Es cierto que, en general, la factura es correcta (aunque hay algunos errores de planificación y montaje que resultan groseros en films de este nivel profesional); que, sobre todo en la parte final, la espectacular acción en el exterior del manicomio (uy, perdón, la residencia psiquiátrica...) mantiene el interés narrativo, más que nada por ver en qué queda todo esto; y que, cómo no, Shyamalan vuelve a sorprendernos con un inesperado giro final que ya se ha convertido en su marca de fábrica, en su más evidente seña de identidad.
Pero el conjunto chirría en su inverosimilitud (que no está reñida con su tono evidentemente fantástico), de nuevo con sus personajes secundarios que no pueden ser más tontos (esos vigilantes del manicomio, que parecen escogidos en un casting de memos; esas víctimas, que lloran mucho más que corren; esa afectada por el síndrome de Estocolmo, convencida, con menos seso que un mosquito, de que puede amansar a La Bestia). Para más inri, la confabulación sobre los supuestos superhéroes y la manera en la que estos siempre se desenvuelven termina por confinar esta marcianada en el cajón de las chorradas de marca mayor, ideal para friquis de este tipo de historias, pero que al resto de los mortales nos deja algo así como fríos.
McAvoy, como queda dicho, hace un trabajo de lo más esforzado: el hombre tuvo que acabar reventado con tanto personaje, aunque con tal número de roles es cierto que a veces no se distingue demasiado bien a unos de otros, salvo los muy evidentes. Samuel L. Jackson como siempre está muy bien, aunque aquí tiene pocas oportunidades de lucirse, permaneciendo casi siempre con el rostro semicatatónico. De los demás nos quedamos con la siempre estupenda Anya Taylor-Joy, la actriz emergente más interesante del cine norteamericano de la última década (con permiso de Chloë Grace Moretz, claro...).
Eso sí, a los responsables de casting habría que darles un capón: ¿por qué han elegido a la actriz Charlayne Woodard para interpretar el papel de la madre del personaje de Samuel L. Jackson, cuando ella es cinco años más joven que él? Después las actrices veteranas se quejarán, y con razón, de que no hay papeles para ellas: si aquellos que por edad les corresponderían se los escamotean otras más jóvenes, como aquí, lo tienen crudo…
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