John Sayles sigue haciéndonos vibrar con su cine: le hemos disfrutado en títulos como Lianna, Lone Star o Passion Fish, entre otros. Es uno de los nombres fundamentales del cine independiente norteamericano, ése que nos permite, todavía, disfrutar del raro talento de los directores USA para el buen cine, algo que en los últimos años parece obedecer a una extraña regla de tres inversa: cuanto más dinero recauda un filme, menos cine hay en él. Lástima, porque los norteamericanos forjaron, durante las décadas de los años treinta, cuarenta y cincuenta del pasado siglo XX, la sólida base sobre la que se afirma hoy un arte plenamente consolidado, por más que pase por uno de sus peores momentos creativos y de ubicación (ya saben: cine en cines batiéndose en retirada ante el empuje imparable del cine en el salón de tu casa o en la pantalla de tu ordenador). Honeydripper, de difícil pronunciación para los españoles, es su última, y deliciosa, aportación al cine. Aquí Sayles se remonta a mediados del siglo XX, en una perdida población de Alabama, en el profundo (y racista) Sur norteamericano. En ese panorama más bien pavoroso para la población negra, un viejo pianista propietario de un costroso bar en la ruina económica pretende dar un golpe de gracia para pagar todas sus deudas y salir del marasmo de la bancarrota que le agobia: ha contratado a un famoso guitarrista para que dé una única función, el sábado, con la que espera conseguir una gran recaudación. Cuando el guitarrista no llega al pueblo, sólo se le ocurrirá una estratagema tirando a suicida: hacer pasar a un joven musicastro de paso por el pueblo por el astro ausente. Hermosa siempre, la película de Sayles recrea tan verosímilmente un momento crucial de la vida en Estados Unidos: hace sólo unos pocos años que ha terminado la Segunda Guerra Mundial, y empiezan a llegar nuevos aires al país, aún tímidamente. Nuevos ritmos empiezan a abrirse paso, traídos por una generación de jóvenes que no ha conocido los desastres de la conflagración mundial y que buscan nuevas formas de expresión. A los viejos, y tan estupendos, ritmos del jazz, el blues, el gospel… ahora se le añaden otros que aún no tienen nombre, que toman cosas de las músicas citadas, pero a la vez están dando lugar a algo realmente nuevo. El rock’n’roll empezaba a existir sin saber siquiera de su propia existencia. El contexto histórico en el que nace es el de la segregación racial, sobre todo en el profundo Sur donde se ambienta, una segregación brutal que el director ejemplifica poderosamente en el tenebroso sherif (magnífico Stacy Keach), un hombre que con su sola presencia infunde un pavor irracional entre la grey negra. En ese contexto histórico el protagonista agota el último cartucho para dejar de ser alguien en su comunidad, aunque no sea más que el propietario de un cafetucho de mala muerte donde poder mantener la dignidad ante altaneros blanquitos como el jefe de Policía, que se cree superior por tener la piel blanca y una estrella de seis puntas sobre el pecho. Se suceden las secuencias espléndidas: la mujer blanca que contrata a la mujer del dueño del bareto, alcoholizada y paternalista con su sirvienta; el recuerdo del protagonista de la noche en la que se le torcieron las cosas cuando era pianista de cierta reputación, por un malhadado lance de navajas; toda la secuencia final, con la interpretación del músico impostor y el desenlace, algo más dulce de lo que es habitual en Sayles… Todo en la película es bueno, desde la exacta, creativa dirección de Sayles a la fotografía de Dick Pope, que recuerda el cine sureño, con reminiscencias estéticas de Lo que el viento se llevó (esos rojos puros…), hasta la interpretación de un elenco de magníficos actores negros, con Danny Glover (qué lejos de aquel papel insustancial de la serie de Arma letal), Linda Gay Hamilton o Charles S. Dutton; y la música… espléndida desde la inicial canción de blues negro, telúrico, que canta Mable John hasta los rocks aún balbucientes que desgrana Gary Clark Jr. En suma, una película para disfrutar. Puede parecer menos comprometida política, socialmente, que otras anteriores de Sayles, pero no hay tal: primero, porque la enunciación de ese miedo sordo que irradia en su derredor la mera cercanía del sherif felón, es ya un aldabonazo tremendo sobre un sistema político, el segregacionista, que jamás debió existir, y que no debe volver a existir nunca más; segundo, porque no hay arma más liberadora que el talento, y la calidad, y la sensibilidad. Y de eso Honeydripper está más que sobrada…
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