Cómo nos gusta reencontrarnos con el Clint Eastwood de sus mejores momentos. Tras los tropezones de sus anteriores Invictus y Más allá de la vida, esta J. Edgar nos lo devuelve en plenitud de facultades, pudiendo hacer lo que mejor sabe: cine potente pero sutil, estilo invisible para historias con frecuencia emocionalmente subterráneas.
Y es que el cine de Eastwood tiene la rara virtud de huir de los planteamientos maniqueos y, con buen criterio, abjura de los tonos blancos y negros, de buenos y malos, para ofrecernos una infinita gama de grises. John Edgar Hoover fue uno de los personajes más controvertidos del siglo XX en Estados Unidos: en los años veinte su tenacidad le valió convertirse en el primer director del FBI, la Oficina Federal de Investigación, cargo en el que se mantuvo durante casi cincuenta años, resistiendo el paso de hasta ocho presidentes USA distintos, desde Coolidge hasta Nixon. Fue una figura polémica y, generalmente, mal conceptuada por su obsesión anticomunista y su voraz investigación de las vidas privadas de los mandatarios de su país para mantenerse en el puesto mediante abyectos chantajes.
Pero Eastwood, que nos cuenta todo eso en J. Edgar, prefiere hablarnos en su línea argumental central sobre la atormentada vida personal del todopoderoso director del FBI, de su dependencia anímica y espiritual de su madre, de su misoginia, de su travestismo en la intimidad, de su homosexualidad latente, de su presunta relación homófila con su amigo, compañero, colega en el Buró, Clyde Tolson, una relación de tensión sexual no resuelta, que le atribuló por su conciencia ultraconservadora.
Esa vida personal de Hoover, que sobresale aquí sobre la profesional, quizá no fuera la verdadera, puesto que los datos históricos que se conocen del impenetrable director del FBI son más bien escasos, y con frecuencia se recurre al rumor, a falta de información contrastada. Pero, ¿qué importa? Quizá dé igual que el protagonista sea un personaje real, o que hubiera sido imaginario. Lo importante es que, con estos mimbres, escasos quizá en rigor histórico pero copiosos en creatividad, Eastwood consigue una matizadísima película, un pequeño prodigio de sutileza, donde los detalles, donde la interpretación, donde la utilización personal y austera de los recursos cinematográficos, consiguen una obra que roza la perfección.
Tengo escrito que Leonardo DiCaprio ha enlodado las últimas películas de Martín Scorsese (ver mi artículo Scorsese/DiCaprio: hay amores que matan), pero soy de los que no le duelen prendas por envainármela cuando procede: aquí está espléndido. DiCaprio es Hoover, y con el tiempo, como dijo Picasso de Gertrude Stein, quizá el rostro que las generaciones futuras tenga presentes al recordar al longevo director del FBI sea el de este actor que llamó poderosamente la atención, siendo un adolescente, en ¿A quién ama Gilbert Grape?, se reveló comercialmente en Titanic, y afeó las películas del siglo XXI de Marty Scorsese. Nunca disfruté tanto con un “donde dije digo, digo Diego” como en esta ocasión…
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