Juan Miguel del Castillo (Jerez, 1975) se reveló hace unos años como un interesante director de cine social con su estupenda Techo y comida (2015), que presentaba un caso de pobreza asfixiante en una familia monoparental, un caso ficticio pero que en la realidad se repitió (esperamos que el tiempo verbal sea el correcto...) con frecuencia en los peores años de la crisis derivada del “crash” mundial provocado por la caída de Lehman Brothers y otras circunstancias concatenadas, como la burbuja inmobiliaria y la crisis de las “subprime”. Aquella pequeña película que sabía tan a verdad contó con una estupenda Natalia de Molina, a la que le proporcionó su (por ahora, seguro que llegarán más...) segundo Goya, con apenas 27 añitos...
Desde entonces Del Castillo, aunque ha grabado algunas TV-movies, no había vuelto a rodar largos para pantalla grande, aunque sabemos que esa diferenciación, a día de hoy, es más teórica que real, porque todas las pelis que se ruedan terminan en pantallas pequeñas, además cada vez más pequeñas, como las de las tabletas y los smartphones o iPhones...
El caso es que ya en 2016, todavía reciente el éxito (crítico y de premios; en taquilla, como cabía esperar, funcionó mal, sin publicidad ni medios para ser conocida), ya se publicó en prensa que Del Castillo llevaría a la pantalla la adaptación al cine de la novela La maniobra de la tortuga, publicada en 2016 por Suma de Letras en su colección Conspicua, original del escritor gaditano Benito Olmo.
Ahora, por fin, más de un lustro después (y con una pandemia de por medio...), nos llega esta versión que, a nuestro juicio, tiene aciertos y errores. La historia se ambienta en nuestros días en Cádiz capital. Allí ha sido destinado Manuel Bianquetti, un inspector de Policía hispano-francés que carga sobre sus hombros una dura tragedia personal, la alevosa violación, tortura y asesinato de su hija menor de edad; aquel drama le costó casi la razón, y sin el casi, el matrimonio y la reputación, habiendo cometido excesos injustificables en la búsqueda del culpable. A Cádiz lo han enviado con la intención de que sestee y no se meta en problemas, pero cuando se entera de un caso parecido al de su hija perpetrado recientemente en la persona de una chica colombiana residente en la ciudad con sus padres, algo se remueve en él y decide poner todo de su parte, contra las órdenes de sus superiores, para encontrar al asesino. Paralelamente, conocemos a una joven enfermera que vive angustiada por la posibilidad de que su marido, en la cárcel por malos tratos contra ella, salga de prisión y vuelva el infierno que pasó años atrás...
Tiene La maniobra de la tortuga, como decimos, aciertos y errores. Entre los primeros citaremos la propia trama, un thriller que bebe en buenos veneros, los del cine y la literatura negros, pero actualizando los códigos; así, tendremos al policía de capa caída, hundido por una tragedia personal, sediento de venganza, pero también de justicia; en la mejor tradición del “film-noir”, hay un tema social (que ya hemos visto es un tema que interesa especialmente a Del Castillo), en este caso la forma en la que odiosos niños pijos pertenecientes a la plutocracia gaditana desfogan sus peores instintos criminales en desvalidas emigrantes sudamericanas, a las que, si es necesario, se les tapa la boca con un fajo de billetes. También es notable el brío con el que el cineasta jerezano afronta las escenas de acción; algunas de ellas, como la que tiene lugar en un bar de alterne, filmada del tirón, es ciertamente virtuosa, realizada con una precisión de relojero y una contundencia casi tarantiniana. Aunque desde un punto de vista cinematográfico preferimos la sutileza de ese último mensaje dejado en el buzón de voz por la hija del protagonista, poco antes de ser salvajemente violada y asesinada, que Bianquetti conserva en su móvil y oye una vez tras otra, el último retazo de vida virtual de su pequeña, y cómo la destrucción de ese audio le supondrá la pérdida ya definitiva de lo poco que le quedaba de su niña.
Sin embargo, la película tiene también algunos errores que no son demasiado disculpables. El mayor, quizá, sea uno de casting: nos tememos que Fred Tatien (que antes figuraba en los repartos como Fred Adenis), actor francés de escasa filmografía, no es precisamente la mejor de las elecciones. Y no es que el gigantón (debe medir por lo menos 1,90 cm, y de complexión fuerte) no dé el papel físicamente, que lo da, y también es digna de aplauso su absoluta entrega al personaje... pero nos tememos que “no es” Bianquetti, no termina de transmitir la compleja personalidad de este policía estragado por su íntima tragedia, peleado con el mundo, hundido en la depresión no solo por la pérdida de su hija adolescente, sino por su incapacidad para poder vengarse al no encontrar al asesino. Tatien “no” parece nunca Bianquetti, a pesar de sus denodados esfuerzos.
Tampoco ayuda demasiado un guion al que le hubiera hecho falta un par de vueltas más, para que no quedaran cabos sueltos, para que el conjunto resultara más natural y creíble. El exceso de metraje, esa lacra del cine moderno, tampoco es una buena baza para el resultado del film. No es afortunada tampoco la repetición en varias ocasiones de algún recurso cinematográfico, como los reiterados primerísimos planos en movimiento de Natalia de Molina para transmitirnos el pánico atroz de su personaje ante el posible ataque del que fuera su marido y maltratador, jugando esa reiteración en contra del por lo demás comprensible dramatismo de las escenas.
El conjunto, entonces, es irregular, con sombras y luces, confirmando que en Del Castillo hay, por supuesto, un solvente profesional, aunque nos parece que el cine en el que probablemente se encuentre más a gusto sea el nítidamente social, como en su Techo y comida, que se veía tan veraz, tan cierto, tan desconsoladoramente real.
Eso sí, Natalia de Molina, como siempre, está de 10... Su personaje no es demasiado extenso, pero ella lo resuelve con esa aparente facilidad que, por supuesto, tiene detrás un trabajo inmenso. Y citaremos también a un secundario, Carlos Manuel Díaz, uno de esos rostros que hemos visto mil veces siempre en un muy segundo plano, que aquí compone un comisario (corrupto) de Policía que da, literalmente, miedo... Y es que la mirada de Díaz taladra... Bueno, y de Mona Martínez, ¿qué decimos? Pues que si hubiera vivido en la Italia del Neorrealismo se llamaría Anna Magnani... ¡Esa voz!
(18-05-2022)
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