Pelicula:

Hay en esta película de la oscarizada Kathryn Bigelow dos historias: la más evidente es la de la larga búsqueda del paradero de Osama Ben Laden por parte de la CIA, desde que el 11 de Septiembre de 2001, la organización que aquel felón dirigía, Al Qaeda, destruyera las Torres Gemelas, destrozara parcialmente el Pentágono y a punto estuviera de reventar la Casa Blanca, o el Capitolio, con el cuarto avión que finalmente fue apartado de esa ruta por la bravura suicida de sus pasajeros. Pero hay una segunda, menos evidente, y que a mí al menos me interesa más, y es la que cuenta la vida sin vida de la protagonista, una analista de la CIA, Maya, una mujer que, al menos durante la década que duró esa búsqueda interminable, careció de una existencia que pudiera considerarse como tal; como afirma el dicho de mi tierra: ni padre, ni madre, ni perrito que le ladre, una expresión que se ajusta como un guante a la vida de esta Maya que recuerda nominalmente a la deliciosa abeja de nuestra infancia, pero sólo nominalmente


Porque esta mujer carece de cualquier tipo de relación, ni afectiva, ni amistosa, ni familiar, ni social… Vive, o vivía, sólo para encontrar al Enemigo Número Uno de Estados Unidos. Esa vida sin vida, esa ausencia de nada que no tenga que ver con su (odioso) trabajo, está resumida en la que para mí es la mejor escena, la última, apenas sin palabras, un primer plano de un rostro tras alcanzar su obsesión, enfrentándose al resto de su existencia sin nada a lo que agarrarse.


Pero, qué quieren que les diga, la historia de la búsqueda de Ben Laden me parece bastante inferior. Y no es que no esté hecha con la solvencia que se espera del cine norteamericano de altos vuelos (aunque este filme, es cierto, se ha hecho con un presupuesto bastante moderado para lo que se estila en los USA, apenas unos 15 millones de euros), sino que la propia esencia de esa otra historia nos resulta estomagante. Veamos: hay en el filme un tufillo como de alineación con los torturadores de Abu Ghraib, ésos que fueron la vergüenza del Ejército americano, incluso de la CIA (acostumbrada como está a hozar en las cloacas), cuando se revelaron cientos de fotografías en las que se mostraba el trato degradante, humillante, vejatorio, al que se había sometido a numerosos prisioneros. Esa falta de autocrítica, esa asunción de que sin tortura no había forma de llegar a Ben Laden, resulta no sólo estéticamente reprobable, sino sobre todo éticamente abominable. Son tiempos éstos en los que parece que los valores se tambalean, en los que todo vale. Pues no todo vale: para combatir la barbarie no se puede usar la barbarie. Si las democracias usan los métodos de las dictaduras, ¿qué nos diferencian de ellas, el mero hecho de que nuestros representantes sean elegidos por el pueblo para actuar como si fueran tiranos? Me niego a esa premisa que me parece aberrante. Los derechos humanos son para todos: si los enemigos de la democracia los ningunean, la democracia no puede hacer tabla rasa y luchar con las mismas armas. Todos no podemos actual igual, y si lo hacemos, apaga y vámonos, y dejémonos de ponernos moños de demócratas.


Hay otro punto curioso, en este caso no ya de la película, sino de la propia historia de la búsqueda y matanza de Ben Laden y de algunos otros que cometieron el error de morar en su misma casa: manda huevos, como diría aquel presidente de las Cortes Españolas (el parlamento nacional, para los no españoles), que una organización como la CIA, con medios económicos y humanos sin límites, con la mayor red internacional de espías, con el apoyo incondicional de los más importantes servicios secretos del mundo, desde el MI6 británico hasta el Mossad judío (el más terriblemente eficiente sobre la Tierra, también el menos escrupuloso…), con dinero sin tasa para comprar voluntades, con una tecnología mareante que deja en pañales la que supuestamente usa James Bond en sus películas, tardara casi diez años en dar con el paradero de Ben Laden, y ello gracias a la cabezonería de una mujer sin vida propia, y además el operativo montado resultara un pequeño desastre, con un helicóptero destrozado por impericia y varias víctimas colaterales perfectamente evitables. La muerte de Ben Laden se vendió como una hazaña insuperable, pero la verdad es que fue más bien una chapuza. Que el país más poderoso del mundo tardara casi diez años en aniquilar a su archienemigo es como para que los sucesivos directores de la CIA se marcharan corridos y mohínos a sus casas y se metieran debajo de la cama.


Punto y aparte para los intérpretes: Jessica Chastain resulta creíble en su papel de agente neófita que va generando en su interior una obsesión que la devorará, y que se refiere a sí misma, en un momento de la película, como la hijaputa que encontró el lugar donde se escondía el asesino de masas; entre los secundarios nos quedamos con Mark Strong, uno de esos actores de segundo nivel que tienen la rara virtud de hacer verosímil cualquier papel, sea este de villano o de alto funcionario de seguridad, como es el caso; y James Gandolfini, el inolvidable Tony Soprano de la serie televisiva Los Soprano, aquí gordo como una boya, un peso pesado al que tantos kilos y los años que ya tiene encima han conferido una efigie, un rostro como de hermano gemelo de Gérard Depardieu. Resulta curioso ver a este Gandolfini, capomafia en la celebrada serie, hacer aquí nada menos que de director de la CIA (debía ser Leo Panetta, bastante más delgado que este actor que parece Obélix); no, si al final va a resultar como dice el refrán español: los extremos se tocan…



La noche más oscura - by , Feb 08, 2019
2 / 5 stars
La hijaputa que lo encontró