Cine de corrupción política y de investigación periodística, en la larga estela que el cruce de ambos asuntos ha producido el cinematógrafo (sobre todo el norteamericano, para que nos vamos a engañar), sin embargo esta La sombra del poder no llega a convencer: contaminada de la espuria moda de dar giros inesperados en el guión, la historia termina por cansar, con las diversas versiones e hipótesis que se dan en este caso de supuesto cohecho a gran escala, con un gigante del sector de la seguridad que pretende hacerse con el control privado de todo Estados Unidos, a lo que se opone un congresista que parece inicialmente inspirado en el ingenuo diputado de Caballero sin espada, aunque conforme vaya avanzando la trama comprobaremos que de inocente tiene más bien poco. Para más inri, el filme, demasiado largo, adolece de un gran bache narrativo hacia la mitad del metraje, que hace que la historia deje de interesar temporalmente, hasta que el guionista se carga de nuevos giros para hacer otra tanda de cambios bruscos en la trayectoria argumental.
Se han contado algunas mamarrachadas sobre la épica del periodismo americano, bla, bla, bla… La verdad es que no hay en este filme el necesario aliento para que podamos hablar de una auténtica muestra de cine sobre el papel del “journalist” USA, ese defensor de la verdad y la incorruptibilidad, esos remedos de Woodward y Bernstein (ya saben, los descubridores del pastel del caso Watergate, reputados como paradigmas del periodismo de investigación, ellos mismos llevados al cine en Todos los hombres del presidente, de Alan J. Pakula); no es que estemos ante una boñiga de vaca, porque no sería justo decirlo, pero tampoco ante el brillante ejercicio cinematográfico que algunos han querido ver.
Kevin Macdonald confirma que le queda mucho por aprender: véase la escena de Russell Crowe en el garaje, y la pésima planificación que drena buena parte del suspense del momento. Con todo, el resultado es el de una película realizada con aseo, sobre un tema percutante, la influencia (legal o ilegal, lícita o ilícita, legítima o ilegítima: no son sinónimos, como el lector sabe) de los grandes “trusts” empresariales sobre la administración pública, y hasta qué punto las primeras terminan llevándose el gato al agua (o los miles de millones a la cuenta corriente, que sería más apropiado...).
Eso sin obviar que el último, enésimo giro del guión, deja esa cuestión un tanto en el aire… Russell Crowe sigue gordo como una morsa, a lo peor preparándose para un biopic sobre Fatty Arbuckle (esperemos nos ahorre el numerito de la cocacola…). Ben Affleck compone un más bien improbable congresista. Entre los desperdicios, el de la siempre estupenda Robin Wright, aquí en un papel secundario sin mucha chicha, y al que el guión sólo atiende cuando se cansa de la intriga principal.
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