CRITICALIA CLÁSICOS
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Cuando vi en internet que Bing Crosby había sido en 1945 el primer actor en estar nominado dos veces al Oscar por un mismo papel me quedé un poco perplejo, pensando si en aquellos años existía ya el multiverso o el lío de Todo a la vez en todas partes. Pero la cosa era más fácil: Crosby había interpretado dos veces un mismo personaje (pero en distintas películas) y en ambos casos había sido candidato. Hizo del padre Chuck O'Malley en Siguiendo mi camino, 1944, y un año después en la cinta que hoy comentamos. Ambas fueron un éxito, logrando la primera siete premios de la Academia, mientras su secuela tuvo ocho nominaciones pero sólo consiguió uno, si bien en taquilla volvió a triunfar.
En buena parte de ese éxito influyó el hecho de estar las dos producidas y dirigidas por Leo McCarey, que a sus 46 años de entonces ya era un veterano: se había iniciado en el cine supervisando cortos de Stan Laurel y Oliver Hardy (conocidos en España como el Gordo y el Flaco, cosa que ahora estaría muy mal vista) y fraguando la unión de ambos que, anteriormente, estaban trabajando por separado. Y ya en los años treinta fue quien dirigió en 1933 Sopa de ganso, posiblemente la mejor obra de los Hermanos Marx. A partir de ahí su estilo se fue escorando hacia la comedia más que el humor, como en la primera versión de Tú y yo con Irene Dunne y Charles Boyer, 1939, y con ese mismo guión (¿para qué cambiarlo?) la repitió casi veinte años después, 1957, pero ahora en color y con Deborah Kerr y Cary Grant, apañado que era el hombre...
La prueba de que no perdía puntada es que cuando, anteriormente, comprobó el éxito de Siguiendo mi camino, pensó que lo del cura cantor podía seguir funcionando, en plan El padre Manolo o El padre Coplilla, pero en clave yanqui en vez de hispánica. Así surgió nuestra película de hoy, siguiendo la estela del Padre O’Malley, y encima con el notable refuerzo de una monja, una joven y hermosa Ingrid Bergman a la que las blancas tocas sientan estupendamente. Vemos así la llegada del risueño padre, (aficionado a los sombreros jipijapa) al convento de monjas, anexo de la parroquia de Santa María, en una zona humilde y de problemas juveniles, donde conoce a la superiora de las sores, la Hermana Benedicta. Y se topa también con un vecino millonario, tan simpático como su perro, pero que quiere quitar de en medio el colegio para hacer una fábrica, con aparcamiento para sus obreros, que todos, presume, tendrán automóvil.
Rodada en interiores o con exteriores de decorado, la película sin duda tiene componentes sentimentaloides y cursis, que se compensan con muchos diálogos ingeniosos, y una narrativa ágil que impide el aburrimiento. Hay canciones a granel (incluyendo algún villancico), un coro de niños redimidos, una joven adolescente que confía ciegamente en la Superiora, que también sabe de las técnicas del boxeo, para que sus niños puedan defenderse de los matones como Dios manda, nunca mejor dicho. En un momento dado aquello parece un musical: canta O’Malley, cantan los niños, cantan las monjas... y el millonario (en el fondo más bueno que un pan de masa madre) acaba cediendo y ayudando a recuperar el colegio y llevando a su médico para que cure a la Hermana Benedicta, que llega a enfermar gravemente.
Tras este díptico tan exitoso Leo McCarey siguió dirigiendo espaciadamente hasta 1962, llegó a ganar tres Oscars y -significativamente- sus dos últimos films fueron una divertida comedia, Un marido en apuros, con el matrimonio de Paul Newman y Joanne Woodward en su mejor momento, y otra película con sacerdotes incluidos, Satanás nunca duerme, ya en clave dramática, con base en una novela superventas de Pearl S. Buck, en la que William Holden y Clifton Webb encarnan a dos misioneros en China, perseguidos por los pérfidos y malvados maoístas.
Volviendo y terminando en Santa María, la duda que queda es evidente ¿hay o no hay un subterráneo romance entre O’Malley y Sor Benedicta? El astuto McCarey introduce en varias ocasiones miradas muy significativas, gestos embelesados y demás. Y sobre todo, la despedida final entre los dos tiene mucho de amor imposible, como hay tantos The End en la historia del cinematógrafo, un doloroso adiós en el que una triste noticia sirve de lazo indeleble entre ambos, para siempre jamás...
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