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Patrice Leconte tuvo su mejor época en torno a los años noventa del pasado siglo XX. Antes de eso pareció siempre un cineasta mediocre, mayormente con comedias escasamente atractivas al servicio de Coluche y Michel Blanc, entre otros. Pero en 1989 sorprende con un denso drama, Monsieur Hire, metáfora del voyeur, pero también de la culpabilización social del diferente, un film que gustó, y mucho, y que además, permitió al habitual comicastro Blanc demostrar unas inusuales dotes dramáticas. Leconte revalidaría “cum laude” esa nueva y bonísima impresión con su siguiente film, El marido de la peluquera (1990), bellísimo, nostálgico canto al romanticismo “fou”, una película llena de sensualidad sobre lo fugaz de la felicidad, que descubriría a Anna Galiena como icono carnal y al cómico Jean Rochefort lo revelaría como intenso actor trágico. El perfume de Yvonne (1994) jugó en la liga de la evanescencia romántica, resultando interesante aunque ya inferior a los mejores hitos del director. Con Ridicule (1996) haría una incursión en el cine de época, en los años previos a que a Luis XVI y María Antonieta los pasaran por la guillotina, un retrato acre, inteligente y sangrante de la podrida aristocracia de aquel tiempo (sí, y de todos los tiempos...).
Esa década prodigiosa de Leconte se cerrará a finales de siglo con La viuda de Saint-Pierre (2000), crónica de amor adúltero de época, con un trío de lo más peculiar, una formidable Juliette Binoche, un estupendo, como siempre, Daniel Auteuil, y un Emir Kusturica que abandonaba ocasionalmente su papel detrás de la cámara para ponerse delante; y lo hizo muy bien, por cierto. Pero a partir de ahí Leconte, que siguió haciendo cine, pareció haber perdido los libros, sin films mayormente de interés. Solo algún título, como La promesa (2013), nos lo trajo en buena forma.
El mejor cine de Leconte, parece evidente, se centra en las películas de tema amoroso, de pareja, que él siempre trufa de sentimientos complicados, de situaciones esquinadas, los sublima en historias que bordean el folletín, generalmente sin caer en él.
Ahora reaparece, inopinadamente, con un thriller, género que hace tiempo que no cultiva, aunque estando Leconte a los mandos parecía claro que no iba a ser un thriller al uso. Para ello el cineasta parisiense ha adaptado uno de los relatos policíacos de uno de los grandes nombres de la novela negra francófona, el belga Georges Simenon, que se reputa la versión exquisita de Agatha Christie, que era más una creadora de alambicadas tramas, mientras que en las historias de Simenon hay, además de una muy superior calidad literaria, un aliento humanista que generalmente faltaba en la escritora inglesa. Simenon ha sido llevado al cine en multitud de ocasiones, en especial sus novelas sobre Maigret, que es como un Poirot sin las ínfulas ni las pedanterías del detective agathiano, mucho más cercano y creíble que el superhéroe sin mallas pero con mostacho de Asesinato en el Orient Express.
La historia se ambienta en los años cincuenta, adaptando la novela Maigret et la jeune morte, publicada en 1954. Jules Maigret, célebre comisario de la Policía de París, vislumbra ya una jubilación a la que, sin embargo, llega sin entusiasmo; con problemas de salud e inapetencia, su vida en los últimos años está marcada por la muerte de su hija. Cuando aparece en la calle el cuerpo acuchillado de una chica de edad similar a la de su difunta vástago, Maigret se siente especialmente concernido en la investigación del crimen. Pronto descubre que la asesinada mantenía algún tipo de relación con una futura pareja casadera, Laurent y Jeanine, perteneciendo él a la aristocracia, protegido por su madre, una señora de incuestionable clase que, sin embargo, está decidida a todo con tal de que su hijo salga indemne...
Lo cierto es que este Maigret no parece que vaya a recuperar el crédito de Leconte como director de prestigio. Es una adaptación más bien flácida de una de las novelas de Simenon que, ciertamente, tiene interés, la historia de un crimen que tal vez no fuera tal (o sí...). Está claro que Leconte busca aquí un acercamiento a la figura del legendario comisario, a esa última etapa de su vida en la que la nostalgia, la tristeza por su íntima tragedia personal influirá en su forma de afrontar este caso que parece de menor importancia, pero en el que la influencia de los poderosos (para la ocasión, la influyente madre del supuesto asesino) será determinante en la resolución del caso.
Con una mirada muy acre hacia las élites, vistas aquí (sin que desde luego le falte razón...) como una casta que se protege a sí misma, en las muy diversas formas que adquiere, Maigret resulta ser un film más bien amorfo, con un tono triste y depresivo que, es cierto, parece buscado por Leconte, con una fotografía de tonos oscuros, donde nunca se ve el sol, donde las vestimentas (salvo en alguna escena de las fiestas de los futuros esposos de clase alta) son invariablemente de colores mortecinos. Podemos convenir con Leconte en que ese es el tono del film, el testamento existencial y profesional de un comisario al borde de la jubilación, y cómo intenta en ese su probablemente último caso ponerse en paz consigo mismo haciendo justicia y procurando que una chica del arroyo, que tendrá un papel relevante en la investigación, tenga algo parecido a un futuro. Pero esa convención que aceptamos en la película, nos tememos, no la redime de su falta de fuerza, de su anodina exposición, de su tono frecuentemente bostezante. El ritmo nunca fue el fuerte de Leconte, mucho más interesado en las sensaciones, pero en un thriller la carencia de un razonable ritmo narrativo resulta ser un pecado tirando a mortal.
Es cierto que la denuncia del abyecto corporativismo de las élites está ahí, de la degradación que supone tenerlo todo, en especial por parte de los herederos de las castas privilegiadas; es cierto que Gérard Depardieu compone un interesante Maigret, un hombre cuya vida personal es una tragedia y se refugia en su trabajo como lenitivo, quizá también como manera de, aunque sea de forma mínima, contribuir a hacer un mundo un poco mejor. También ayuda, sin duda, la clase de la eximia Aurore Clément, de lo mejor del film, la mujer que lo tiene todo y todo lo arriesgará para salvar lo más preciado de su vida, aunque este sea un degenerado que no se lo merezca.
Pero el conjunto no termina de funcionar, nos tememos, en un film extraño, en buena medida feo, interesante pero insuficiente, que nos parece no gustará ni a los que tenemos un buen recuerdo del gran Leconte de los noventa, ni tampoco a los aficionados al cine negro, al “polar” francés.
(01-06-2022)
88'