Tras una carrera plagada de personajes secundarios no especialmente memorables, Marilyn Monroe, nacida Norma Jean Mortenson, alcanza la categoría de mito erótico a partir de este filme, Niágara, legendario durante mucho tiempo pero que posteriormente fue puesto en cuarentena por la crítica más intransigente, cuando ciertamente no es para tanto. Lo cierto es que consigue plenamente su objetivo, crear una rara atmósfera de erotismo sin enseñar ni un solo centímetro de epidermis íntima, una historia de turbia sensualidad en el paisaje lujuriante y torrencial de las cataratas del título. Que la trama tenga incongruencias evidentes son minucias comparadas con las rotundas caderas de Marilyn, el erotismo desarmante que transpira, la perdición que promete.
Henry Hathaway, su director, fue un correcto profesional sin especial brillo, que mantuvo una carrera como tal desde los comienzos del cine sonoro (su primera dirección la ejerció en 1930) hasta mediados de los años setenta, con lo que su filmografía abarca casi cuarenta y cinco años, en los que hizo de todo, como era habitual en los directores del Hollywood de la época clásica. No fue un exquisito, pero sí un artesano que sabía poner en escena con buen oficio y variado eclecticismo; así, hizo cine de aventuras en La jungla en armas (1939), con el gran Gary Cooper, pero también cine negro en La casa de la calle 92 (1945), vigoroso cine bélico en Rommel, el Zorro del Desierto (1951), con el también estupendo James Mason, y westerns a los que el tiempo ha otorgado la pátina del clasicismo esencial del género, como Los cuatro hijos de Katie Elder (1965) y Valor de ley (1969), ambos con un maduro y carismático John Wayne.
(20-11-2019)
92'