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El cine surcoreano sigue dando buenos frutos. Tras el aldabonazo que supuso Parásitos (2019), de Bong Joon-ho, que consiguió los dos premios cinematográficos más importantes del mundo, por la parte artística la Palma de Oro de Cannes, y por la parte comercial o industrial el Oscar (a la Mejor Película Internacional, concretamente), nos llega ahora la ópera prima de Kim Yong-hoon, procedente de un campo fílmico un tanto abstruso, el desarrollo de contenidos.
La acción no tiene una evolución cronológica: empezamos con un primer plano sobre una bolsa de viaje, que es transportada por alguien, quien la introduce en una especie de taquilla. Poco después veremos que el empleado de una sauna, que es donde se ha colocado la bolsa, la extrae de la taquilla una vez que ha terminado el turno y su dueño, al parecer, se la ha dejado allí. La coloca en el almacén a la espera de que vengan a reclamarla, pero le puede la curiosidad y le echa un vistazo, encontrándose con una gran cantidad de billetes. Este pobre diablo, Joong-man, vive en una situación tirando a desesperada: su jefe, un tipo infecto, le acosa constantemente amenazándolo con despedirlo; en su casa, su madre, que está desarrollando demencia senil, la tiene tomada con su mujer, a la que humilla y golpea en cuanto puede, acusándola injustamente de todo. Por otro lado, conocemos a un hombre, Tae-young, que debe hasta de callarse, concretamente a un pavoroso mafioso que amenaza con dárselo a comer a un tipo de cuestionables gustos gastronómicos. La tercera pata será Mi-ran, una chica que trabaja de “escort” (vulgo puta) y que encima es permanentemente maltratada por su marido; conoce en su “oficio” a un chino ilegal con el que concibe acabar con el cónyuge felón y terminar con su martirio. Por último, Yeon-hee ejerce de madame de colmillo retorcido en el burdel donde trabaja Mi-ran...
Todos estos personajes, y alguno más, como un policía que parece inspirado en un Colombo de ojos rasgados, con su humor pedestre y su supuesto despiste, conforman una trama ciertamente intrincada pero que puede seguirse bien a poco que el espectador ponga algo de su parte. Estamos entonces ante una trama en la que los elementos que se van sucediendo no tienen una continuidad temporal, sino que funciona como un puzle en el que los hechos que van ocurriendo van ocupando los huecos del conjunto, hasta culminar, en una especie de estructura circular, en una escena muy similar a la del comienzo...
Estamos ante un thriller, ciertamente, pero un thriller que, como suele suceder en el audiovisual surcoreano que nos llega (lo que, afortunadamente, en los últimos tiempos está sucediendo con cierta frecuencia), tiene una preocupación social. Así, en este thriller de compleja trama, pero en absoluto inextricable, hay un aliento evidente, o así nos lo parece, a favor de los más desfavorecidos; en efecto, de la amplia nómina de personajes que este film de protagonismo coral contiene, solo uno, quizá dos, serán auténticamente inocentes: el resto, de una u otra forma, serán codiciosos, rastreros, traidores, sádicos, maltratadores... cuando no directamente criminales, alevosos asesinos. Pero uno de esos personajes, en este caso una mujer, será la que, limpia de pecado o delito, según se prefiera, heredará el objeto del conflicto y será la única que, por las carambolas del munífico destino, alcanzará, sin proponérselo, la recompensa a sus desvelos, a su callado trabajo, a su esfuerzo por ser alguien medianamente normal, medianamente bueno, una Juana Nadie (o como se diga en coreano...).
La historia funciona como un engranaje perfecto, en el que no observamos falla alguna; todo va cuadrando conforme va transcurriendo el metraje, con una potencia narrativa que resulta impensable en un realizador novel, que pareciera estar rodando desde hace décadas, y sin embargo empezó como quien dice ayer por la mañana... Habrá que reconocer el mérito también de la materia prima argumental, la novela Waranimosugaru Kemonotachi, de la que es autor el escritor japonés Keisuke Sone, hábil artefacto de intriga que ha servido de base al neófito cineasta para poner en imágenes esta ciertamente estimable película, una historia contada en 6 capítulos que no se rigen por una secuencia cronológica, ni siquiera funciona a base de flashbacks, sino que las secuencias se van acompasando, complementando unas a otras, a la manera de un gigantesco puzle en el que tras cada escena van quedando menos huecos.
Es cierto que el director hace gala de una puesta en escena funcional, el estilo habitual del cine surcoreano, en el que parece claro que los cineastas no quieren ser percibidos como realizadores; así, apuestan por un cine invisible, a la manera del cine clásico norteamericano (con las salvedades que haya que hacer, por supuesto), dando forma de esta manera a una historia que se vende sola, cuyos giros, aunque llenos de la inevitable ultraviolencia que es consustancial al cine moderno, están generalmente justificados y no es fácil encontrar agujeros en su trama.
Todos los personajes, salvo quizá el jefe mafioso y el policía a lo Colombo, son en el fondo parias, todos desean, de una manera u otra, escapar de sus vidas horribles, fiando su futuro a una bolsa de viaje llena de billetes, finalmente una esperanza no mucho mejor que la de comprar un décimo de lotería. Por eso que el último (última, en este caso) de la fila sea quien finalmente se lleve el gato al agua, y además sin pretenderlo, no deja de ser una especie de justicia poética que, aunque poco realista, termina reconfortando.
Y es que en estos tiempos “Breaking bad”, donde el mal (casi) siempre gana, que lo haga una pobre infeliz que se merece todos los elogios del mundo, resulta casi revolucionario: ¿que la bondad, que la abnegación, que la honestidad gana? Pero, bueno, ¿a dónde vamos a llegar?
(08-12-2021)
108'