Tengo para mí que los norteamericanos, en general, en contra de lo que repiten “ad nauseam”, no tienen por dios a Dios sino a los Estados Unidos de Norteamérica. Su deidad, entonces, no sería el Dios de los cristianos, ni el de los judíos (aunque éste debe ser el mismo), ni mucho menos el Alá musulmán, ni cualesquiera otra divinidad religiosa: su tótem, su ídolo, su referencia divina sería su propio país, y por supuesto sus símbolos: la bandera de las barras y estrellas, el Capitolio, la Casa Blanca, el dólar, la Constitución… y la figura intangible de su Presidente, un auténtico rey elegido cada cuatro años, con más poder del que actualmente pueda tener ningún otro jefe de Estado sobre la Tierra (vale, dejamos aparte a los vesánicos dictadores tipo Kim Jong-un, de Corea del Norte, o Bachar El Asad, de Siria, y algunos más).
Pues a prácticamente todos esos símbolos se dirige el ataque que resulta ser el eje y centro de este film, que en España ha optado por un título directo que no deja lugar a dudas, sin la lírica del original en inglés, que sería El Olimpo ha caído, bonita metáfora aunque ciertamente más falsa que Judas, porque en el Olimpo griego había muchos dioses, aunque uno fuera el preponderante, Zeus, mientras en el Olimpo norteamericano, la Casa Blanca, el único dios es el Presidente de la Nación, que no tiene rayos que lanzar aunque sí bombas atómicas (vamos, que preferimos al griego…). Pero bueno, anotaremos el tema como una licencia artística, aunque es cierto que el film no da precisamente para mucha poesía, siendo como es un espectacular juguete de efectos especiales, con toda la brutal parafernalia de la que es capaz actualmente el cine de acción.
Durante la visita a la Casa Blanca de una delegación surcoreana, encabezada por su Primer Ministro, se produce un ataque aéreo que hace que tanto el Presidente como sus distinguidos invitados surcoreanos sean fortificados en el búnker antinuclear situado en el sótano de la residencia presidencial. Allí resulta que varios de los componentes que acompañan al mandatario surcoreano son realmente infiltrados norcoreanos que están dando un golpe en el corazón mismo del poder norteamericano, y toman como rehén al presidente, al vicepresidente y a varios secretarios (denominación equivalente en Europa a ministros). Empiezan las exigencias, que pueden imaginar no son menores precisamente, ni siquiera pecuniarias, sino de mucho más calado. Entre tanto, un agente del Servicio Secreto que, como el personaje de James Stewart en Vértigo, está sumido en una postración anímica por haber sido responsable indirecto, año y medio antes, de la muerte de la Primera Dama, se encuentra con la posibilidad de redimir sus culpas al conseguir entrar en la Casa Blanca y ser la única referencia fiel de las nuevas autoridades del país, en este caso el Presidente de la Cámara de Representantes.
Antoine Fuqua, el director, es perito en cine de acción, pero hay que decir pronto que tiene virtudes que no son habituales en los profesionales pero impersonales cineastas expertos en este tipo de cine: Fuqua, en contra de sus colegas, tiene estilo dirigiendo, sus películas tienen una impronta especial, que podríamos describir como un apreciable cuidado para que sus personajes sean algo más que unos expertos en demoler cualquier cosa, persona o animal que se ponga a tiro. Son personajes con poso: el protagonista, ese agente del Servicio Secreto, carga con la culpa no tan secreta de sentirse responsable de la muerte de la mujer del Presidente, y entrevé en este apocalipsis que se desencadena en el mismo corazón del Estado, la posibilidad de expiar su culpa y recuperar su autoestima. Los altos dirigentes del país que quedan al mando, desarbolados por la hecatombe, habrán de debatirse entre preservar la vida de su máximo líder o entregar la cuchara de su posición como primera potencia mundial, quizá la existencia del país mismo.
Por supuesto, hay en el film una ración de patrioterismo a ultranza, que llega a su culmen en el último tramo, una vez resuelta la situación militar (no descubrimos nada, ¿verdad? Otra cosa sería impensable en este tipo de films), cuando la exacerbación de los símbolos y del norteamericanismo (llamemos así a la religión que citábamos al principio, con Estados Unidos como su dios, y a sus continuas referencias al Dios de los cristianos y judíos, el del In God We Trust del dólar) llegan a un extremo que colinda con lo ridículo: parece que estás viendo una de Steven Seagal, o de Chuck Norris, aunque, por supuesto, con muchísimos más medios.
El reparto lo encabeza George Butler, quien tras 300 está llevando a cabo una carrera que alterna los títulos de acción, como éste, con otros de corte más interpretativo, como Postdata: Te quiero o Un buen partido. Aaron Eckhart compone un presidente en la estela del que hizo Harrison Ford en Air Force One, tipo heroico, que conviene bien al tono ultrapatriotero del film, pero que parece poco probable… Pero el que como siempre está espléndido es ese lujo llamado Morgan Freeman, que hace aquí de Presidente de la Cámara de Representantes, otro más de los personajes ilustres que lleva en su carrera: Dios (Como Dios y Sigo como Dios), Presidente de los Estados Unidos (Deep Impact), Director de la CIA (Pánico nuclear), Nelson Mandela (Invictus)… ¿qué personaje de alto copete le queda por interpretar? Como no sea el Papa…
(13-05-2013)
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