Los mitos siempre son difíciles de tratar, precisamente por cuanto tienen de consagrado, de inamovible. Hace falta una personalidad potente, indestructible como el propio mito para que no se sacrifique a él, para que no resulte absorbida por su fuerza.
Acaso en el relato de Orfeo y Eurídice existía una carga poética tan evidente y plena que había de ser un poeta quien se enfrentara con el hermoso mito. En este caso ha sido Jean Cocteau, una figura indiscutible y representativa como pocas de la cultura francesa del siglo XX. Cocteau, académico, inconformista integrado en la maquinaria social que lo mimaba y reverenciaba, hombre polifacético, artista indiscutible, nos da aquí su versión personal y propia del mito clásico de Orfeo.
Dice Cocteau: “Orfeo es un film que no puede existir más que en las pantallas. He ensayado emplear aquí el cine no como un estilo sino como un ser en sí mismo, como una entidad propia. Tomando muchos mitos y entrecruzándolos, Orfeo es un drama de lo visible y de lo invisible. El personaje de la Muerte está en la situación de una espía que cae precisamente en aquello que ella debe evitar, y se condena a sí misma en beneficio del hombre a quien debe perder. El hombre se salva y la Muerte muere, surgiendo el mito de la Inmortalidad”.
Ambientada con gran originalidad en nuestros días, con dos grandes de la interpretación gala como Jean Marais y la española María Casares, este Orfeo de Cocteau presenta todas las ventajas e inconvenientes del cine impuro, profundamente influenciado de otras artes, por la propia variedad de la personalidad que lo ha creado. Su virtud innegable es la originalidad del tratamiento, la profundidad y seriedad con la que el poeta Cocteau se enfrenta a algo muy querido por él, muy unido a su cosmovisión. Los inconvenientes podrán surgir si una concepción excesivamente literaria lastra la expresividad cinematográfica de la obra. De todas maneras, estamos ante un film válido por su autenticidad y su valiente enfoque.
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