Playground es una de esas películas que se justifican (por llamarlo de alguna forma...) por una sola, única escena, en este caso la última (suele ocurrir en estos casos), una terrible escena que difícilmente se olvidará y que, a qué negarlo, nos perseguirá intermitentemente en nuestras peores pesadillas. El problema de este tipo de películas construidas alrededor de una única escena es que el resto, generalmente, suele resultar ocioso, inane, un pasar el tiempo para llegar al momento cumbre (en este caso más bien momento sima...). No es que sea inevitable, pues hay films que tienen esa misma fórmula y cuanto en ella se nos ofrece hasta llegar al momento clave es coherente y sirve precisamente para llegar a esa escena con verosimilitud y credibilidad, si es que puede haber tales cosas en algo así.
No es el caso de Playground, que parece ir por un lado y finalmente termina por el más inesperado. El film se articula en seis partes o capítulos. Los tres primeros, denominados como los pequeños protagonistas de la historia (Gabrysia, Szymek y Czarek), nos cuentan algo de los mismos: todos ellos son preadolescentes que afrontan el último día del curso en su colegio, en una pequeña localidad polaca. La primera está secretamente enamorada del segundo, y urde un plan para declararle su amor, a través de una amiga con alma de alcahueta (remunerada...); el segundo es un chico que, fuera de la escuela, cuida de su padre paralítico; le gusta mucho la fotografía, hasta el punto de ser el encargado por el colegio de inmortalizar el fin de curso; el tercero es el segundo hijo de los tres de una mujer en lo que parece un hogar monoparental. El segundo y tercer protagonistas son amigos íntimos. En los tres últimos capítulos se nos narran los episodios que suceden en el colegio, en unas ruinas próximas al mismo y en un metafórico “campo de juegos” al que alude el título original polaco y su título internacional, Playground....
Digamos pronto que el film tiene una factura impecable: el director y coguionista, Bartosz M. Kowalksi, sabe qué y cómo rodar para hacer de su película un artefacto de tensión contenida, como la filmación de la calma antes de la tempestad. Juega Kowalski con los primeros planos de los preadolescentes protagonistas en sus tareas cotidianas, con un tono costumbrista que a ratos parece casi naturalista; los vemos en sus pequeñas rutinas diarias, en su interrelación con sus familias; de ahí podemos deducir que esa convivencia, al menos en los dos varoncitos, dista mucho de ser plácida: Szymek carga (literalmente...) sobre sus menudos hombros el cuidado de su padre paralítico; Czarek sufre el síndrome del adolescente rebelde, en una casa en la que la madre tiene serios problemas para hacerse respetar, y en la que el chico tiene como referente masculino a su hermano mayor, como de 17 años, un tipo infecto y encanallado, quizá en el fondo un tío con mucho miedo por llegar a una edad en la que tendrá que valerse por sí mismo.
El problema de Playground es que, argumentalmente, no se sostiene que la línea central y prácticamente única que anima el film, la estrategia de la chica para declararse a su joven amado, dé en el último recodo un giro copernicano (por no decir demoníaco, adjetivo que le cuadraría mejor...) y consiga que los dos preadolescentes hagan que Charles Manson, a su lado, parezca una niñita de ricitos rubios incapaz de matar una mosca.
No seré yo quien diga que no es posible llegar a una escena como la terrible que, en plano secuencia, nos ofrece el director durante nueve minutos, al final del metraje. De hecho, algo así sucedió, en la vida real, hace algunos años, para horror de los que queremos creer que el ser humano medio se parece más a un Mozart o un Gandhi que a un Hitler o un Stalin. Pero las historias tienen que tener una congruencia que nos permitan llegar de A a C, pasando por B; no es posible, o no debería serlo, ponerse las mínimas leyes de la coherencia por montera para que los niños, inopinadamente, terminen una tarde de aburrimiento y desidia en la forma en la que lo hacen. Es cierto que, mientras seguimos las rutinarias vidas de los niños, accedemos a algunos momentos que nos alertan de que estos dos infantes tienen algún tornillo flojo, bien por cuestiones exógenas o endógenas: así, el llamado Szymek tiene un repentino acceso de furia contra su padre paralítico, golpeándole brutalmente sin causa aparente; por su parte, Czarek, en un rapto de extraño, gratuito sadismo psicológico, deja a una altura imposible (pero perfectamente olfateable) para un desesperado perro callejero la carne que acaba de recoger de la charcutería. Pero, parece obvio, tales detalles no pueden ser eslabones suficientes para llevarnos hasta el horrísono final.
La falta de coherencia, pues, quizá sea el mayor de los defectos de este por lo demás formalmente impecable film; tampoco ayuda mucho el hecho de que el metraje se vea artificialmente alargado para acercarse al estándar de la hora y media, que no llega a alcanzar; lo que se nos cuenta se podría narrar igualmente en 50 minutos, aunque obviamente esa es una duración no comercial. Por lo demás, Playground nos descubre a un director con ideas, un director que gusta de rebuscar en lo más esquinado, retorcido del ser humano, incluso a edades en las que lo más reprochable que se puede hacer, teóricamente, es matar zombies en la PlayStation. Con gusto por el ascetismo, por la contemplación, su cine se torna angustioso cuando las pulsiones (en este caso las que provoca la natural crueldad infantil, aquí exacerbada hasta la ignominia) se aceleran y se tornan insoportables.
Podría considerarse Playground como una mirada hacia una cierta infancia desestructurada, una infancia que atisba la adolescencia en la que los referentes familiares son nulos o deficientes; parece, sin embargo, una mirada parcial, pues da a entender que hogares que se apartan de los cánones que la tradición ha dado en considerar normales (monoparentales, o en los que el padre no ejerce de figura referencial) puede generar este tipo de monstruitos, lo que nos parece una conclusión aberrante. Claro que, si tenemos en cuenta la deriva autoritaria, liberticida, ultraconservadora y meapilas de la Polonia de los últimos tiempos, tampoco parece extraño que su cine vaya por esos derroteros.
Kowalski hace con este su primer largometraje de ficción, tras varios cortos y documentales. Se puede decir que no ha sido mal debut, aunque ciertamente su película tiene carencias apreciables, sobre todo en cuanto a su coherencia. Porque en el retrato de estos pequeños psicópatas, de estos asociales de repentina furia asesina, se nos queda por el camino la impresión de que se nos ha escamoteado algo, por no decir mucho, para llegar a entender (si es que su acto abominable se puede llegar a entender...) qué les ha movido a ello, por qué han actuado así, qué clase de miseria moral absoluta puede hacer que dos preadolescentes se comporten como vesánicos asesinos sin asomo de piedad.
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