Tengo dicho, y escrito, que no se puede demonizar (como hacen algunos circunspectos –y rancios— críticos) el cine con influencias del videojuego, porque este no es sino un venero artístico o cultural más que añadir a la panoplia de afluentes que confluyen en el fenómeno fílmico: si el cinematógrafo ya se ha enriquecido con las técnicas de la fotografía, el teatro, el ballet, la novela, la arquitectura, el cómic, la poesía… ¿por qué no habría de hacerlo con la ultimísima innovación de los creadores de arte? Porque, no se equivoquen, el videojuego es, también, otro arte: es posible que aún esté en los balbuceos propios del bebé, en los primeros pasos de quien todavía no sabe de su propia fuerza ni ha explorado sus infinitas posibilidades, pero ahí, más temprano que tarde, habrá otro arte. ¿Será el décimo, o qué ordinal le tocará, perdida ya la cuenta de las nuevas artes?
Dicho esto, habrá que convenir que todavía no hay una película que haya sabido introducir adecuadamente el aún tartamudeante lenguaje videojueguístico (perdón por el palabro, pero hay que ir inventando lo que no existe, y ese adjetivo falta en la lengua española) en el cine. Tampoco en el caso de este muy libre adaptación del videojuego Prince of Persia, lanzado al mercado hace ya más de veinte años, con una larga carrera de nuevas entregas, sobre una de las cuales, la Tetralogía de las Arenas del Tiempo, se ha montado este filme, aunque lo cierto es que hay pocos puntos en común entre el argumento de la película y el original de la Tetralogía; se mantienen, of course, el protagonista y algunos gadgets fundamentales, como el talismán de la daga mágica que permite volver atrás en el tiempo, pero en general la historia discurre por caminos distintos al del videojuego original.
No es Prince of Persia: las arenas del tiempo una buena película; y no lo es porque seguramente mira antes a la taquilla que a la propia historia, y eso tiene siempre un coste en calidad artística. También es cierto que Mike Newell es tan correcto profesional como impersonal cineasta, un mediocre realizador cuya cima, Un abril encantado, data de hace casi veinte años. Parece que el hecho de haber dirigido uno de los capítulos de la saga de Harry Potter (el cuarto, concretamente) le hiciera idóneo para esta libérrima adaptación del celebérrimo videojuego, pero habrá que decir que, aunque le salió pulquérrimo, artísticamente podríamos considerarlo paupérrimo (vale, dejo ya los superlativos en –érrimo…).
Estamos ante un relato de aventuras que remotamente podría recordar aquellas viejas películas exóticas de los hermanos Korda, con Sabú como protagonista; aquí todo es mucho más estilizado, mucho más aparatoso, aunque también mucho más artificial. Por momentos hay secuencias cuyas imágenes remiten directamente al videojuego original, y quizá sea en esos planos donde ambos lenguajes, el puramente fílmico y el videojueguístico, presentan más concomitancias.
Más allá de eso, estamos ante una historia de traición familiar (¡ay, Hamlet, cuantos crímenes artísticos se cometen en tu nombre!), con un personaje central al que el Circo del Sol no desdeñaría como primera figura, tal es su cualidad de saltimbanqui, que desperdicia algunos buenos actores, como Ben Kingsley y Alfred Molina, y comete algún error de casting de bulto, como adjudicar el papel protagonista al muy introspectivo Jake Gyllenhaal (recuérdese su Brokeback Mountain), que parece como gallina en corral ajeno en filmes como este. Pues nada, habrá que seguir esperando que cine y videojuego consigan, por fin, el maridaje ideal para que empecemos a ver al nuevo lenguaje del novísimo arte como un aliado antes que como al enemigo a batir…
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