Dicho sea lo de Fofito con todos los respetos, que la profesión de payaso es dignísima y consigue algo que no está pagado con nada: la risa de los niños. Pero al margen de ello, resulta curioso el itinerario que han seguido los hermanos Andy y Larry Wachowski (ahora las hermanas Lana y Lilly Wachowski): tras aquel “thriller” calentorro que fue Lazos ardientes, con una historia de cine negro veteada del blanco piel de la epidermis de varios cuerpos de alto voltaje, ambos directores afrontaron la que hasta ahora es su obra maestra, Matrix, en la que levantaron el velo de una nueva realidad, la virtual, descubriendo para las masas otro mundo que está (y no está, al mismo tiempo) en éste. Claro que ya había antecedentes, desde la seminal Tron hasta la memorable serie televisiva Reboot, en cuanto al desdoblamiento de universos, real y cibernético, pero la película de los/las Wachowski le dio carta de naturaleza definitiva. De una forma figurada, podríamos decir que, como Prometeo descubrió el fuego a los humanos, estos/as hermanos/as de Illinois descubrieron el mundo virtual a nuestra sociedad actual.
Los dos segmentos que siguieron a aquella inolvidable cinta, Matrix Reloaded y Matrix Revolutions, certificaron que la primera película no tendría que haber tenido segundas partes, porque su interés fue decreciente, hasta llegar casi al cero patatero. Por eso sorprende que, con el tono prometéico, filosófico, casi taumatúrgico, de aquella primigenia Matrix, e incluso de sus menguantes secuelas, ahora Andy y Larry, Lana y Lilly, se nos descuelguen con esta puerilidad, esta payasada, una versión de la famosa serie televisiva de “anime” que en España se tituló Meteoro. Confieso que en mi infancia este serial no me interesó lo más mínimo, mientras que otros muchos me tenían fascinado.
Pero las aventuras de este obseso corredor de coches (con la de cosas que hay por la que obsesionarse, en el mundo real y hasta en el virtual…) nunca me interesaron. Huelga decir que su versión al cine no sólo no me ha entusiasmado, sino que a la vista del desbarajuste del filme, me confirma que los Wachowski, o se lo tienen muy creído y piensan que después de Matrix cualquier cosa que hagan va a interesar al público, o concibieron y rodaron esta memez en pleno “viaje”, y no precisamente al Caribe con Curro…
Porque la historia es una marcianada, con niño obsesionado por las carreras de coches, traumatizado por la muerte de su hermano justamente en una de ellas, que seguirá su vocación y para ello tendrá que enfrentarse con el omnipotente imperio empresarial de turno, bla, bla, bla… Con un caótico desarrollo argumental, que difícilmente llegará al elemental público al que va dirigido, influencias de lo más dispares, desde los cochecitos del Scalextric a los colorines de los tiovivos de feria, pasando por las películas de Jackie Chan y hasta ciertos toques de estética “op-art”, Speed Racer es un disparate de principio a final.
Lo sorprendente es que Warner se haya gastado 120 millones de dólares en este más que evidente suicidio comercial, que en el primer fin de semana de estreno en Estados Unidos ha recaudado escasamente 18 millones de dólares, lo que hace prever un batacazo monumental en taquilla. Los Wachowski intentan recordar quiénes son con algunos jueguecitos visuales, pero todo se queda en un fatuo castillo de fuegos artificiales, sin ganas, sin nada que contar, una pamema manifiestamente olvidable.
Un aparte para comentar los intérpretes: nada que decir del blandengue protagonista, esa cara gordezuela que responde al nombre de Emile Hirsch; Christina Ricci, por el contrario, parece su hermana la canija: ¡cómo ha adelgazado esta chica desde la adolescente regordeta del díptico de La familia Addams! Enteramente parece otra persona… En cuanto a John Goodman, va con el piloto automático y luciendo generosamente sus muchos michelines. La que da más pena es Susan Sarandon, que se merece algo más que el papelito que le han endosado, un secundario que casi forma parte del mobiliario… De todas formas, el hecho de que este pestiño se haya pegado el tortazo del público, tanto en USA como en España, nos reconcilia con el espectador: y es que la gente, aunque algunos no lo crean, sabe cuando le quieren dar gato por liebre…
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