El cine colombiano llega con cuentagotas a España; puede recordarse en los últimos años algunos títulos como La virgen de los sicarios, Perder es cuestión de método o La vendedora de rosas, con frecuencia apoyados en la coproducción con España. Del autor del último filme citado, Víctor Gaviria, llega ahora este interesante relato ambientado en el Medellín de los años ochenta, cuando el narcotráfico en la zona alcanzó cotas tales que mucha gente normal se sintió atraída por el dinero fácil que suponía aquella especie de El Dorado en polvo.
No es ésta, pues, una película sobre los todopoderosos cárteles de Medellín o Cali, sino sobre pobres miserables camellos de medio pelo, y un ingeniero de familia acomodada que se ve inmerso en la espiral de delincuencia que le propone un pequeño capomafia, jefe de un reducido grupo de "traquetos" (en el argot colombiano, los narcotraficantes que tiraban de gatillo por menos de un pitillo). Este honrado hombre, en un apuro económico, se verá seducido por la posibilidad de resolver sus problemas por la vía fácil de colaborar en el tráfico de drogas, hasta que, como es habitual, terminará perdiéndose como persona y casi perdiendo la vida en el empeño.
Rodada con crudeza, utilizando el argot de las mafias colombianas (en el que, según parece, cada dos palabras hay que intercalar, inevitablemente, tacos como "hijoeputa" -sic--, "marica", "huevón", y similares...), hasta el punto de que se agradecen los subtítulos, Sumas y restas es una película probablemente no redonda, ni siquiera seguramente buena; pero es necesaria, no sólo por lo que cuenta sino porque aporta una visión de un mundo que normalmente no aparece en los telediarios, si no es en la crónica de sucesos. Pero detrás de esos criminales hay algunos, como este pobre infeliz, el personaje central de la trama, que se ha dejado embaucar por la canalla de turno.
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