En 1996 John Lasseter y su factoría Pixar revolucionaron el dibujo animado (de la mano de Disney, todo hay que decirlo, que aportó la logística y su nombre para vender el producto en todo el mundo) con Toy Story, una historia de amistad y, por qué no, amor, en el universo frágil y cariñoso de los juguetes, creándose un microcosmos hermoso que nos recordaba la infancia y, ¡ay!, que también entre los cachivaches de nuestros años más tiernos había sus "piques" y su mala leche correspondiente.
Era de esperar que, dado el gran éxito tanto de crítica como, sobre todo, de público, Lasseter y su gente, y Disney y los suyos, no hicieran ascos a una segunda parte. Si bien en estos casos lo mejor es echarse a temblar directamente, imaginando a los guionistas en la espantosa tarea de rizar el rizo del original, por una vez, y sin que sirva de precedente, la segunda parte ha aguantado el tipo perfectamente, e incluso se puede decir, sin ánimo revisionista, que ha mejorado al original.
Desde el trepidante inicio, prácticamente una aventura dentro de otra aventura, en la mejor tradición de la serie Indiana Jones, todo huele a bueno, como en los coches de clase: se suceden los homenajes a los clásicos de los géneros de acción y juvenil, desde Parque Jurásico y Godzilla a la saga de las galaxias, todo ello con fluidez, sin calzador. Y esos pequeños pero sabrosos tributos no son sino jalones en una historia que recupera el tono de hermosa amistad, de sacrificio por el ser querido, de redención, que ya animaba en buena medida la primera parte, sin que por ello suene a conocido, a "dèjà vu".
Toy Story 2 tiene, con seguridad, más escenas de acción que su predecesora, pero ello no comporta un menor grado de reflexión sobre los temas que ya hicieron de la primera entrega una obra madura para niños, pero también para adultos, una historia sobre seres inanimados que arrullaron nuestros años infantiles y una mirada sincera y sencilla sobre conceptos tales como el amor, la amistad, el heroismo, el verdadero sentido de la vida..., todo ello con buen humor y mejor nivel técnico, un filme de animación por ordenador verdaderamente virtuoso.
Lasseter ha conseguido lo que parecía imposible: no sólo entretiene y fija sanos consejos como cargas de profundidad en los cerebros de los infantes, sino que además es capaz de, ¡oh, prodigio!, mantener a toda la chiquillería y a sus padres aguantando hasta el final de los títulos de crédito, gracias a unas desternillantes tomas falsas que los acompañan. Lo dicho: ¡milagro, milagro...!
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