Sorprende que un filme como éste, de gran parafernalia yanqui, con grandes escenas de acción, copiosas dosis de efectos especiales y maquetería, sin embargo sea una obra sombría y fatalista, donde el malo es un belicista redomado (un Agamenón algo pasado de rosca, que concibe todo en función a su tremenda ambición de poder) y los buenos son dos soldados hartos de guerra: Aquiles, que sólo busca la inmortalidad de su nombre, ya que se sabe condenado a la muerte en Troya, y Héctor, un bravo que sólo aspira a ver crecer a su hijo y está cansado de la guerra.
El tono pesimista no decae en toda la historia, que desde luego es un gran espectáculo a lo Hollywood, pero cuya trastienda se aleja con evidencia del habitual discurso triunfalista de la llamada Meca del Cine. Aquí, realmente, nadie gana: ni siquiera la coalición que lidera el rey de Micenas, esos aqueos supuestamente empujados a conquistar Troya por una mera historia de cuernos.
Es cierto que se hacen de mangas capirotes en algunas cuestiones esenciales (Menelao y Áyax no debían morir antes de la caída de Troya, ni Aquiles llega a estar dentro del Caballo porque lo mata antes Paris), pero debe entenderse como licencias artísticas. También es llamativa la ausencia absoluta de los dioses del Olimpo: mientras que en La Ilíada su intervención en la vida de los hombres es constante, aquí no salen para nada, convirtiendo con ello esta película en una visión muy terrenal de los cantos homéricos.
La dirección del alemán Wolfgang Petersen, hace años ya afincado en Estados Unidos, es funcional, invisible, como es habitual en él, lo cual es lo más próximo a un elogio. Entre los actores, Brad Pitt, quien no parecía adecuado para el papel de Aquiles, el de los pies ligeros, termina convenciéndonos con sus dudas, su existencia atormentada entre la fugacidad de la vida y sus ansias de inmortalidad (al menos nominal). Por supuesto, nada se dice de la bisexualidad de su personaje: hasta ahí podíamos llegar...
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