Cesc Gay, quizás uno de los creadores más interesantes del panorama cinematográfico español, vuelve a sorprendernos con un notable ejercicio de estilo, en el que, el argumento de una comedia romántica (“a lo Meg Ryan”, como dice irónicamente uno de los personajes) será la excusa para una lúcida reflexión acerca de los artificios de contar historias. Haciendo equilibrismos entre la realidad y la ficción, las dos parejas protagonistas se enredan y desenredan entre los decorados y el personal técnico de un rodaje (siempre atento a las necesidades de producción: que si un café, que si un paraguas, que si un taxi si alguien se pone de parto…), contando y creyendo mentiras, pero también saliéndose a veces de la trama para elegir un final feliz, discutir sobre un diálogo o ir a comprar el pan.
El guión adapta la obra de teatro homónima de Carol López, y retoma el reparto que la interpretó en los escenarios durante cinco años. El propósito del director catalán es, como en el teatro, romper, de alguna manera, con el engaño de la cuarta pared, dejando al descubierto toda la tramoya de un rodaje. Las vistas de Barcelona acaban siendo fotografías, las casas de los personajes, decorados de madera con un poco de atrezzo… todo es falso, todo es simulación. Y como todo vale en este juego de contar mentiras, Cesc Gay nos propone saltarnos las reglas: monólogos interiores que interrumpen las escenas, decorados que se montan y se desmontan mientras sus personajes deambulan a través de ellos con sus propias cuitas, e incluso interactuando, a veces, con el equipo de producción ya sea para elegir un vestido o pedir un jarrón que romper para quitarse el cabreo.
La justificación de este juego viene dada por uno de los personajes, cuya profesión es la de guionista (de nuevo, el alter ego de Cesc Gay, que ya apareciera en Ficció y que sigue reflexionando sobre el oficio de contar historias), Demiurgo de todo este universo de cartón piedra, que inventa y vive la trama al mismo tiempo, pero que a pesar de ser el narrador omnisciente de todo este tinglado, acaba también atrapado en él (una vuelta de tuerca más a Pirandello). Eso sí, se permite al menos, elegir (por supuesto, ¿qué harían ustedes?) el “happy end”.
Todo este divertimento lleno de guiños cinéfilos y licencias un tanto irónicas (como la nieve personalizada que cae tan sólo sobre el beso de los personajes, la B.S.O que pincha en directo la Dj del plató, o el “testimonio” de Vicenta N’Dongo, mirando a cámara, y contando cómo descubrió la infidelidad de su pareja) podría haberse quedado en una mera farsa, pero no es así. A pesar de hacer consciente al espectador desde los primeros planos de la película, de que lo que va a ver es tan sólo una invención, Cesc Gay logra dar a sus personajes y a sus historias la misma sinceridad y credibilidad que consiguiera en otras de sus obras, como En la ciudad.
Aquí el tono de comedia quita gravedad a los temas y conflictos que se cuentan, pero siguen siendo los mismos: individuos, inmaduros y un tanto neuróticos, que se columpian en la frontera de los cuarenta sobre decisiones que no acaban de atreverse a tomar: tener un hijo, comprar una casa, comenzar una relación, o terminarla. Presentados siempre como personajes inventados, explícitamente ficticios, los protagonistas tienen una humanidad y una cercanía que ya quisieran muchas otras producciones más “realistas”.
A pesar de la ruptura continua del pacto de la ficción, y de lo atropellado de esas escenas que se desarrollan entre cambios de decorados, elipsis poco disimuladas e incongruencias narrativas (recuérdenlo, es sólo un juego) la historia no deja de conmover al espectador (en realidad, también nosotros sospechamos que somos contados por alguien, ¿o no?). Quizás el revelar tanto artificio, pudiera ir en menoscabo de la verosimilitud, pero como ya ocurriera en experimentos semejantes como el Dogville de Lars Von Trier, finalmente nos encontramos con personajes creíbles, reales, con sus miedos, sus manías, sus deseos y sus mentiras.
Y como bien sabe Cesc Gay, la fuerza de una historia está en sus protagonistas. En este sentido habría que señalar la referencia continua a Woody Allen, (no sólo con alguna alusión directa), sino también por el omnipresente jazz que enmarca las idas y venidas de esas incoherentes y locuaces criaturas urbanas a las que tan acostumbrados nos tiene el maestro neoyorkino, pero que esta vez nos hablan en catalán, en vasco y en castellano, beben vino del Penedés y van a partidos del Athletic.
En fin, no les cuento más, vayan al cine y disfrútenla. Acabarán fantaseando con hacerse guionistas, inventar sus propios personajes, escribir ingeniosos diálogos, elegir el final feliz… ¡Si la vida fuera una película!
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