Es curioso lo de Lars Von Trier: en su primera etapa fue un obseso del estilo visual, con las hipnóticas El elemento del crimen y Europa. Después dio un cambio radical y se inventó la vaina de Dogma 95, con el que pretendió retornar a los orígenes del cine, con unos rígidos mandamientos que, paradójicamente, pretendían devolverle la libertad, e hizo Los idiotas, con el antecedente de Rompiendo las olas. Un producto posterior a ese falso movimiento (que, como siempre ocurre, encontró epígonos mediocres que se lanzaron a la piscina) fue la espléndida Bailar en la oscuridad, donde sólo quedaban reminiscencias, apenas veladas, de la majadería dogmática.
Ahora Von Trier vuelve al cine "de artificio" con todas sus consecuencias, yendo aún más allá de lo habitual en las películas, para filmar teatro puro; incluso, como si le resultara demasiado "natural", opta no sólo por un único escenario, sino que además éste es imaginario, y presenta un pueblo en el que no hay casas en sentido estricto, sólo están pintados sus límites en el suelo, en una obvia escenografía teatral. Es decir, se ha ido a la otra punta del Dogma: Von Trier, siempre rompiendo moldes.
Dogville no carece de interés, una vez que el público acepta la convención teatral que se ofrece. Así las cosas, el relato, original del propio director, tiene evidentes influencias de dramaturgos nórdicos; el tono recuerda a Ibsen o a Strindberg, aunque su historia es bastante más radical: mujer huida se recluye en pueblecito donde en principio la acogen complacidos para después convertirla en su esclava, y no sólo doméstica: también sexual.
Parábola sobre la maldad del ser humano, presenta una desolada visión del Hombre, aunque no cabe negarle puntos de lucidez. Von Trier logra pronto que nos olvidemos del teatro filmado y, con artificios de puro cine consigue remontar lo que parecía un pestiño teatralizante para convertirse en un extraño experimento no exento de interés, aunque de una dureza difícilmente soportable.
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