Tengo escrito (y no digo que sea original) que el vídeojuego es una de las nuevas influencias a tener en cuenta en el cine moderno, pero también que, por ahora, no se ha conseguido una auténtica buena película partiendo de ese nuevo afluente de ideas y looks. No será Warcraft. El origen (que parece prever en su título sucesivas entregas que la conviertan en una nueva franquicia multimillonaria) la que varíe esa impresión.
El vídeojuego de Blizzard Entertainment es, ciertamente, muy popular entre los aficionados a esta nueva forma de entretenimiento. Presenta el choque de civilizaciones entre los orcos, seres de aspecto feroz, costumbres primitivas y beligerante carácter, y lo seres humanos, de aspecto menos agresivo pero también con cierta tendencia a tirar de espada con facilidad. Por medio está la magia blanca y la negra (ésta última llamada “fel”, poderosa como la Fuerza de Star Wars, pero limitada al Lado Oscuro), y prodigiosos hechiceros que ayudarán a los amigos y boicotearán a los enemigos, además de alguna que otra traición.
Pero lo cierto es que toda la primera parte resulta bostezante, con un guión plagado de lugares comunes, donde es fácil rastrear la huella de innumerables influencias (por llamarlas así, de forma benévola…), desde una escenografía muy al estilo de El Señor de los Anillos hasta terminologías (véanse los llamados Siete Reinos) que recuerda poderosamente una saga de plena actualidad como Juego de Tronos. La historia está contada confusamente, con su orco humanista que quiere la paz con los hombres, su mago torticero, su aprendiz de brujo que aporta algún momento divertido y su rey en plan paladín, casi una apología de la monarquía.
Duncan Jones, el hijo de David Bowie (el día que se escriba una crítica o gacetilla y no se mencione ese parentesco será el día en el que Jones habrá llegado a la mayoría de edad como cineasta…), nos defrauda tras las interesantes Moon (2009) y, sobre todo, Código fuente (2011), que nos habían hecho concebir esperanzas de estar ante un director que aunaba talento y comercialidad. Aquí, sin embargo, parece haberse ahogado en una película tan grande, con tantos efectos especiales y digitales que los F/X terminan por comerse la historia misma; y es que rodar un filme como éste debe ser lo más parecido a librar una batalla (literal, no figurada) durante los cuatro meses que duró el rodaje.
Es cierto que toda la parte final gana algo de peso, con la definitiva lucha entre orcos y humanos, en una trepidante secuencia que consigue elevar los niveles de adrenalina en el espectador, todo ello con una narrativa más entonada y con algún giro final inesperado. Pero el conjunto fracasa, en una historia sin entidad en sí misma, demasiado deudora de otras muchas películas y referencias (si hasta se recurre al mito de Moisés en el Nilo…), con un endeble guión y unas interpretaciones no precisamente memorables. En este sentido me quedo sólo con la aparición, en plan cameo (no figura ni siquiera acreditada) de la gran Glenn Close, en un pequeñísimo papel al que, sin embargo, ella otorga el aura de su empaque, de su grandeza como actriz, al lado de tanto mindundi como, lamentablemente, la acompaña en el reparto.
Y encima de todo, Warcraft. El origen cojea de esa insufrible seudofilosofía que pretende conferir cierta respetabilidad intelectual a cualquier producto puramente comercial. No de otra forma cabe definir majaderías como la que repiten en varias ocasiones como si fuera la frase que lo explicara todo: “de la luz viene la oscuridad, y de la oscuridad la luz”. Como dijo el otro, te sigo, maestro, por lo bien que te explicas…
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