Antonio di Benedetto escribió en los años cincuenta su novela Zama, que relataba la peripecia vital, durante el siglo XVIII, de Don Diego de Zama, magistrado de la Corona Española destinado en Asunción, Uruguay, donde espera (y desespera) su traslado a otra localidad, donde podrá reencontrarse con su mujer y sus hijos. Pero esa carta real no termina de llegar nunca, y entre tanto habrá de lidiar con gobernadores venales y finalmente incluso con malhechores a los que tendrá que perseguir y por los que será perseguido…
Lucrecia Martel es una original cineasta argentina con una obra no demasiado larga. Llamó la atención por su impactante La ciénaga (2001), si bien su filmografía posterior no ha llegado a confirmarla como el valor seguro que se intuía en ella. Con Zama, sin embargo, realiza el que a nuestro juicio es su mejor film, la historia de una espera infinita, a la manera en la que describía un hecho parecido Gabriel García Márquez en El coronel no tiene quien le escriba (por cierto, publicada en 1961, cinco años después de la novela de Di Benedetto). Si en la novela de Gabo lo que se esperaba incesantemente era la famosa pensión a la que tenía derecho el protagonista tras años de servicio en el Ejército mexicano como oficial de alto rango, aquí será el magistrado del Reino de España el que esperará extenuantemente la llegada de la misiva del rey que le permita trasladarse a la localidad donde mora su mujer y sus hijos.
Metáfora entonces de la espera desesperada, Zama es un brillantísimo a la par que extrañísimo film que nos permite asistir a la atmósfera enrarecida, viciada, de ese momento histórico en las Indias Occidentales, que ya entonces se llamaban América. El mérito de Martel lo vemos en su capacidad para, en un contexto realista, introducir elementos fantásticos (esos quinientos ciegos que vagan por la marisma matando a todo aquel que esté despierto, esos a modo de espectros que se pasean por el antro en el que ha de cobijarse el protagonista tras ser desalojado de sus aposentos), que se justifican plenamente cuando sabemos que el alto funcionario, en contra de lo que era habitual en la época, no es capaz de desfogarse con las prostitutas negras, y su permanente calentura le llevará a un estado de delirio donde nada será verdad, nada será mentira, donde todo puede ser y no ser a la vez.
Aunque muy bien ambientada en cuanto a diseño de producción, ajustada a esa época que ya no es la del Descubrimiento de Colón en el siglo XV, cuando todo era novedoso, pero tampoco el de la descomposición de las colonias en el siglo XIX, cuando se barruntaba el final del Imperio Español y la eclosión de las nuevas naciones hispanoamericanas, la película pronto deja claro que lo suyo no es hacer una recreación pulcra de una historia de época, sino una aventura que, lejos de la peripecia avariciosa de un Lope de Aguirre, se viste con los ropajes mucho más emotivos de los sentimientos: todo en Diego de Zama tiende a conseguir escapar de aquel destino atroz que le separa de sus seres queridos, por ellos emprenderá incluso la temeraria expedición de capturar al malvado de malvados de la época, un Vicuña Porto que se convierte pronto en un bandido de capacidades cuasi taumatúrgicas, una leyenda que se hace carne y sangre.
De atmósfera turbia y enloquecida, hay imágenes que impactan profundamente: los cuerpos de los dos fallecidos por el cólera, enterrados con cal viva ante el protagonista que asiste a tan peculiar entierro, mientras el siniestro polvo blanco lo salpica todo, lo impregna todo; el aún más extraño, casi onírico tramo final, con los bandidos pintados de rojo, como preanunciando su carácter sangriento, un grupo de hombres que tan pronto son colegas como enemigos, tan pronto se defienden entre ellos como se enfrentan a muerte.
Aunque de ritmo irregular, la historia resulta tan deslumbrantemente sorprendente que ese pecado, que en otro relato hubiera sido capital, aquí se queda en venial, como mucho, siendo más importante la capacidad de Martel para fascinar con la historia de este pobre hombre atrapado, quizá hasta el final de los tiempos, en un escenario que no solo es geográfico, sino, sobre todo, existencial.
Con una notable utilización de los sonidos en off, que contribuyen poderosamente a la atmósfera turbia del film, Martel se confirma como una cineasta de poderoso trazo, nada acomodaticia, una directora que, con medios y tiempo, puede dar mucho juego. Gran trabajo de un Daniel Giménez Cacho, convertido seguramente en el más interesante de los actores mexicanos actuales. Lola Dueñas, habitualmente notable actriz, aquí nos parece algo sobreactuada, como si no se creyera (o no entendiera) su papel.
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