Enrique Colmena

Ha muerto David Lynch, el director inclasificable, el admirador de Kubrick, Kafka, Kokoschka, Polanski (quizá tantas “kas” en esos apellidos ya preanunciaba su extraña obra...), entre otras influencias artísticas. Ha muerto como consecuencia de un enfisema pulmonar que le mantenía atado a una botella de oxígeno desde hacía años; como el mismo dijo, “fumar da placer, pero tiene un precio, y ese precio lo estoy pagando ahora”.

Su obra fue compleja y diversa, a la vez que mantuvo una admirable unidad de estilo de temas. También se fue complejizando con el tiempo, aunque empezó fuerte, muy fuerte, en una época, los años setenta, en la que rarezas como su primer film comercial (hecho con cuatro perras gordas, y a lo largo de varios años, con contribuciones de amigos y familiares), Cabeza borradora (1977), ya anunciaba a quien quisiera verlo que aquel chico de apenas treinta años venía con fuerza, y con una capacidad notable para provocar, para espantar, también, a ratos, para extasiar, con universos diferentes, con mundos que evocaban la mejor tradición del “grotesque” pasado por un filtro pictórico que podía incluir a Dalí, a El Bosco, a Goya, como también a su admirado Kokochska.

Con El hombre elefante (1980) dio un salto cualitativo importante, quizá no tanto en calidad (que también) como en inteligibilidad, biografiando la verdadera historia de John Merrick, el hombre elefante del título, un hombre aquejado desde su nacimiento en la Inglaterra victoriana del siglo XIX de una extraña enfermedad que le hizo vivir toda su vida en un cuerpo monstruosamente deforme, que producía aversión, pero cuyo corazón noble y generoso propiciaba en las almas puras, sin pretenderlo, un amor absoluto, en un film sobre la fealdad que, sin embargo, provocaba una fascinación casi hipnótica, con un John Hurt recién salido de la experiencia traumática de Alien (y es que este hombre, en aquel tiempo, iba de oca en oca...), y que gustó mucho precisamente por su acercamiento pudoroso hacia personas que en otro tiempo hubieran sido solo monstruos de barraca de feria.

El moderado éxito de público y considerable de crítica animó a aquel viejo astuto que fue Dino de Laurentiis a ficharlo para hacer la adaptación al cine de un clásico de ciencia ficción de Frank Herbert, Dune (1984), con la no tan secreta intención de dar un golpe en taquilla similar al de la entonces pujante trilogía iniciada por La guerra de las galaxias. En eso el viejo y sabio napolitano no estuvo fino, porque Lynch fue cualquier cosa menos un pegaplanos, y su versión del clásico de Herbert fue oscura, extraña, rarísima, pero desde luego en absoluto desdeñable, aunque el público, que esperaba otra aventurita galáctica con tiritos láser y personajes de plástico al uso, le dio absolutamente la espalda.

Menos mal que Lynch había arrancado a De Laurentiis el compromiso de producirle otro film para aceptar rodar Dune, lo que le permitió filmar Terciopelo azul (1986), otra de sus películas de cabecera, donde comienzan ya a aparecer algunos de los elementos extraños, surrealistas, incluso dadaístas, que irán conformando (y apoderándose de) su posterior carrera, en un peculiarísimo thriller entreverado de historia romántica, con un dueto de rara química, el jovencito Kyle MacLachlan (uno de sus actores fetiche de la época) y la algo más madura Isabella Rossellini, más un matón de armas tomar que compuso, como solo él podía hacerlo, el gran Dennis Hopper.

La (en este caso bendita) falta de posibilidades para continuar su carrera cinematográfica por sus últimos fracasos en taquilla (Terciopelo azul, aunque gustó mucho a la crítica, fue un fiasco comercial) le llevará a la televisión, afrontando entonces el que probablemente sería el proyecto que marcará el resto de su vida, y quizá por el que será recordado Lynch (aparte de otros logros puramente cinematográficos) como artista audiovisual: Twin Peaks (1989-1991), en principio una serie policíaca, con un cadáver (el de Laura Palmer, que se convertirá en un auténtico icono) que aparece en el río en la localidad del título de la serie, un agente del FBI, el no menos icónico Cooper (de nuevo MacLachlan, que para Lynch servía igual para un roto que para un descosido), y una investigación que será cualquier cosa menos normal, configurará una de las más peculiares (también más influyentes) historias de los últimos cuarenta años en la pantalla, sea esta grande o pequeña.

Aquella serie, que se fue haciendo progresivamente más rara, más llena de elementos inesperados y surrealistas, supondría un antes y un después en la filmografía de Lynch, hasta el punto de que ya nada sería igual desde su grabación. Rodará otras películas, como veremos, pero ya pareció que su mundo, intermitentemente, tenía que volver necesariamente a aquel universo de pesadilla, en el que los sospechosos de la muerte de Laura Palmer resultaban ser unos personajes extrañísimos, cada uno de ellos con una posible motivación a cual más estrambótica, pero también lleno de roles que entraban de lleno en el “friquismo”, como aquel inquietante enano que (reconozcámoslo...) apareció en nuestras pesadillas en más de una noche (y de dos...); y aquellas perturbadoras cortinas rojas, como una mínima y tan endeble separación de nuestro mundo de otros universos ignotos (y, por ello, tan terroríficos...)... Todo ello bañado por la preciosa, inquietante música de Angelo Badalamenti que abría cada capítulo, en un tema musical que los que lo han oído no olvidarán tan fácilmente: por su belleza, por su melancolía, por su capacidad para sugerir mundos extraños...

Todo conspiró para que aquella mítica serie fuera, a partir de entonces, una especie de Guadiana a la que Lynch volvía periódicamente. Lo hizo en formato cine poco después del éxito de la serie, en la película cuyo título fue Twin Peaks: Fuego, camina conmigo (1991), precuela ambientada en la semana previa a la aparición del cuerpo de Laura Palmer, en el que quizá tensó demasiado la cuerda surrealista, para un público que buscaba más del fascinante mundo de la serie y se encontró con un galimatías tirando a imposible. Más tarde, a principios del siglo XXI, dirige y produce un corto de 5 minutos, para ser distribuido por internet, con el título Laura Palmer (2002), con la propia Sheryl Lee que protagonizara aquel mítico personaje, y unos años después retomará el tema en el largometraje Twin Peaks: las piezas perdidas (2014), en el que Lynch vuelve al universo de Fuego, camina conmigo para, con material desechado de aquella cinta, más nuevas filmaciones rodadas “ad hoc”, aportar nuevas perspectivas sobre aquellos siete días previos a la aparición de Laura Palmer en el río, con la famosa, inolvidable configuración plástica entre una virgen (incluso una Virgen...) y el bíblico rescate de Moisés en el Nilo.

Una vez más volverá Lynch al universo querido (y quizá también, a la par, odiado...) de Laura Palmer, el agente Cooper y la galaxia de personajes inveterados de la serie que había marcado su vida: la nueva serie se titulará también simplemente Twin Peaks (2017), y presentará a los personajes del mítico serial 25 años después de los hechos acontecidos a finales de los años ochenta del siglo XX, en el audiovisual original y primitivo.

Entre medias de todo ello Lynch llevaría a cabo una carrera cinematográfica progresivamente más críptica, más inasible, con títulos como Corazón salvaje (1990), con Nicolas Cage, Laura Dern y Willem Dafoe, Carretera perdida (1997), con Bill Pullman y Patricia Arquette, donde los códigos narrativos ya empezaban a escasear, lo que llevaría al paroxismo en sus dos últimos films, Mulholland Drive (2001) y, sobre todo, Inland Empire (2006), en el que ensayó un relato anarrativo (aunque parezca –y seguramente lo es...- un oxímoron...) plagado de imágenes sugestivas, pesadillescas, imposibles, sin una correlación ordinaria con forma de narración. Como un auténtico oasis en esa progresiva complejización temática y estética, Lynch rueda Una historia verdadera (2002), en la que confirmó que también era capaz, por supuesto, de contar una historia al uso, una ciertamente entrañable historia de amor fraterno al final de los días, cuando lo que queda en el horizonte es solo la postrera reconciliación con la sangre compartida.

Quizá esa deriva hacia la anarratividad (con su hermana melliza la anticomercialidad) le apartara definitivamente del cine al uso, dedicándose desde entonces a su cine publicitario, a sus vídeos musicales y a, como hemos visto, de vez en cuando volver al universo Twin Peaks. Tendría tiempo también, ya aquejado del enfisema que se lo llevaría de este mundo, para interpretar nada menos que a John Ford en el film autobiográfico de Steven Spielberg Los Fabelman, representando la famosa escena en la que, según el director y productor judío, Ford le dio el consejo de su vida: la línea del horizonte en cine siempre tiene que estar por encima o por debajo de la mitad de la pantalla, nunca en el centro...

David Lynch ya está en Twin Peaks, con ese billete de ida, sin vuelta, que compró cuando, a la edad de ocho años, empezó a fumar como un carretero, como decimos en mi tierra. Ya está allí, quizá colaborando con el agente Cooper en la investigación para saber quién mató, de verdad, a Laura Palmer, si es que realmente la mataron... Descansa en paz, viejo creador de mundos imposibles, de imaginarios más cercanos al sueño, a la pesadilla, que a la vigilia, de personajes inolvidables marcados a fuego en nuestra memoria.

Ilustración: la icónica imagen de Sheryl Lee como Laura Palmer, en Twin Peaks (1989-1991), de David Lynch.