Enrique Colmena

Afganistán bajo el protectorado occidental: libertades de ida y vuelta

Tras ese tiempo infausto (que, quien lo iba a decir, ha vuelto desde hace dos años) que va de 1996 a 2001, los yanquis deciden encontrar como sea a Osama Ben Laden (les costó diez años: ¡vaya panda de ineptos de la CIA y del resto de solemnes y ultrasecretos organismos de seguridad nacional! La TIA de Mortadelo y Filemón era más efectiva...) e invaden Afganistán, donde se supone que se escondía y, durante veinte años, hasta 2021, instauran una suerte de protectorado “de facto”, en el que, aunque existe un gobierno más o menos próximo (el primero de ellos, el de Hamid Karzai), la última palabra la tuvo siempre la administración de turno de la Casa Blanca.

Con la invasión en 2001 de Estados Unidos y sus aliados occidentales del país pastún, Afganistán se sacude el yugo talibán, y eso, ciertamente, se notará en las casi dos décadas siguientes: se establecen las libertades habituales de cualquier país, aunque es evidente que las tradiciones (y no solo las instauradas por los talibanes, que lo llevaron al extremo) hacen que la sociedad, en especial la de las zonas rurales, sea muy reticente hacia esos usos y costumbres occidentales que, por ejemplo, permiten que una mujer pueda hablar con un hombre en una habitación a solas (¡qué gran escándalo!), o pueda aparecer en público sin tapar su rostro (¡puta, más que puta!), o simplemente pueda conducir un coche (¡al infierno con ella!). Pero esas reticencias notorias, que sin duda pusieron muchas trabas en el camino de las mujeres afganas en este comienzo de siglo y durante los siguientes veinte años, no pueden empañar el hecho de que miles de mujeres, durante ese lapso de tiempo, pudieron acceder a la enseñanza, pudieron trabajar fuera de casa, pudieron vivir una vida (más o menos) normal, en especial en las grandes ciudades como Kabul, donde la resistencia del clan familiar era menos posible. Con la llegada de nuevo al poder de la recua de acémilas talibán, esas limitadas libertades se han ido al garete, por supuesto.

Esos veinte años de ocupación militar USA han tenido algunas representaciones en pantalla: así, por ejemplo, Buda explotó por vergüenza (2007), de la iraní Hana Makhmalbaf (sí, efectivamente, hija del Mohsen que hemos citado antes), quien, con solo 19 añitos, rodó la historia de una niña que, ya en la época de la ocupación yanqui, tendrá serios problemas para estudiar, como ella quiere, ante la oposición de los niños y de los adultos, con esa resistencia secular de algunas sociedades a que las cosas puedan cambiar cuando es tan evidente que deben hacerlo. Volvemos a decir lo que comentamos en capítulo anterior: Irán haciendo cine pro-mujeres, qué paradoja... El título se explica porque la historia se ambientaba en Bamiyan, donde los asnos talibanes, en su primera etapa en el poder, en una de esas decisiones que no se terminan de entender, ni siquiera desde un punto de vista religioso, volaron con explosivos varias figuras gigantes de Buda, uno de los tesoros artísticos más relevantes del Antiguo Mundo. A la inexistente sombra de esos Budas, nuestra protagonista tendrá que llevar a cabo su periplo para intentar aprender, ¡qué poca vergüenza!...

Precisamente de Bamiyan, la patria de los Budas masacrados por la incuria talibán, es Aboozar Amini, un cineasta afgano de corta carrera (quién puede tener una “larga” carrera en un país como Afganistán...), que en su Kabul, city in the wind (2018), documental bajo pabellón holandés y de otros países europeos, presenta varias historias reales, de gente de a pie, en el Kabul bajo el protectorado USA, gente normal, corriente, que solo aspira a (sobre)vivir, que ha aprendido a sobrellevar incurias como la talibán, pero también las tremendas desigualdades y la pobreza rampante que, lamentablemente, no corrigieron las nuevas autoridades “de facto” del país.

La última película que traemos a esta revisión o recopilación, con el amargo regusto por el abandono en el que hemos dejado a los afganos y, sobre todo, a las afganas (ahora mucho rasgarse las vestiduras...) es My sunny Maad (2021), de nuevo realizado con técnicas de animación, en dos dimensiones, film hecho bajo pabellón europeo, con la checa Michaela Pavlátová a los mandos, en una historia semiautobiográfica de la autora de la novela, una checa a la que sus conciudadanos varones no le ponían nada, y sí, en cambio, un hirsuto machote afgano que cursaba sus mismos estudios; enamorada hasta las trancas del semental asiático, desoyendo todo consejo prudente y evidente de ¿dónde te vas a meter?, se casa con el pastún y se marcha a Kabul. Incluso bajo protectorado USA, las tradiciones afganas respecto a las mujeres tampoco es que sean muy liberales, y aquella pánfila checa las pasará canutas en su nuevo país, a pesar de lo cual, al menos, tendrá como pequeño aliado al Maad del título, un niño desnutrido pero inteligente como pocos, que será su pequeño sol en la tiniebla permanente de una colectividad que parece refocilarse en la tristeza.
 
De esta recopilación de films podemos deducir algunas conclusiones: una, que el formato de “cartoon” es uno de los más utilizados, por las evidentes libertades que permite la animación en cuanto a la no necesidad de ambientaciones e intérpretes de la tierra; otra, que los países occidentales, singularmente los europeos, pero también Estados Unidos, están muy concernidos con los problemas de la sociedad (y en especial de la mujer) afgana, a pesar de lo cual, cuando la coalición occidental dijo de irse del país pastún, no hubo manifestaciones masivas en las grandes capitales europeas y norteamericanas, ni nada por el estilo; la tercera conclusión es que el tema de la falta de libertades femenina se abre paso como “el tema” por excelencia en el cine sobre Afganistán; y la cuarta, vinculada a la anterior, es el relativamente alto número de mujeres cineastas que las han llevado a cabo, un número superior al de cualquier otro tema tratado hoy día por las cinematografías mundiales. Y es que, si los afganos lo tienen mal, las afganas lo tienen mucho, mucho peor...

Han pasado ya dos años de aquellas imágenes desgarradoras que dieron la vuelta al mundo, las imágenes de miles de afganos desesperados corriendo por la pista del aeropuerto de Kabul, a la par que un avión intentaba a duras penas despegar entre la muchedumbre. Algunos de ellos consiguieron subirse al fuselaje del avión, para, lógicamente, terminar cayendo cuando éste ya estaba en vuelo. Quizá el horrendo fin de aquellos pobres desgraciados no fuera peor que la condena de por vida, sin crimen alguno cometido, que cumplen a día de hoy los afganos, y no digamos las afganas, por haber tenido la mala suerte de haber nacido en un país pertinazmente regido por una lunática ideología extremista, por una aplicación aberrante y fundamentalista de un religión que, como todas, si no es una religión de amor, no es nada.


Ojalá alguna vez los afganos y (en este caso el lenguaje inclusivo es imprescindible) las afganas puedan vivir con la libertad que se merecen como seres humanos plenos que son. Ojalá, aunque, si quieren que les diga la verdad, no tengo esperanza alguna en ello...

Ilustración: Una imagen de My sunny Maad (2021), de la checa Michaela Pavlátová, en la que posa todo el clan familiar afgano de la protagonista, con el pequeño Maad al frente.