Enrique Colmena

Con este cuarto capítulo cerraremos el espacio que estamos dedicando en este serial a los temas cinematográficos relacionados con el llamado “conflicto vasco”. Hablaremos entonces del cine euskaldún que ha tocado el tema de las víctimas, entendiendo por víctimas, lógicamente (o así nos lo parece), a todas aquellas que han sufrido gravemente por ese conflicto y sus derivaciones: a las víctimas de los atentados (y secuestros, y extorsiones...) perpetrados por la banda terrorista ETA, pero también a las que lo han sido a manos del antiterrorismo ilegal llevado a cabo por el estado español. Todas son víctimas, y hacer distingos nos parecería deshonesto, siendo benévolos.

Curiosamente, en las primeras muestras en términos cronológicos que se encuentran en la filmografía vasca sobre este asunto predominan las historias en las que las víctimas son antiguos militantes de la organización ETA, o vinculados a sus tentáculos "abertzales", que, tras un proceso de reflexión, deciden abandonar la lucha armada, o su periferia, para incorporarse a una vida llamémosle normal. En este sentido, en ese primer cine euskaldún sobre víctimas del conflicto nos encontramos con Amor en off (1992), primer y único film dirigido por el escritor Koldo Izagirre (que había participado en el guion de Días de humo (Ke arteko egunak), de Antxon Ezeiza, ya comentada), película que planteaba un peculiar triángulo romántico: la protagonista es novia de un preso etarra en el Penal de El Puerto de Santa María; la chica entabla una relación con otro hombre, alentada incluso por su novio para que rehaga su vida, pero el propio entorno “abertzale” les presionará duramente para evitarlo. Historia sobre la posibilidad, o no, de empezar de nuevo, y de la visión mojigata que, en cuestiones sexuales, mantiene en el fondo todo colectivo fanatizado como el llamado “conglomerado ETA”, se resintió de varios problemas, como la falta de experiencia de su novato director y la contradicción de que la productora fuera de corte “aberzale” y la moraleja resultara opuesta a sus postulados (lo cual no deja de ser un dato a favor de la cinta de Izagirre...).

En un tono distinto, Sombras en una batalla (1993), con dirección de Mario Camus, planteaba una historia en la que una mujer que se ha desvinculado de la banda etarra y  vive anónimamente en un pueblo castellanoleonés ejerciendo de veterinaria, verá como su pasado vuelve cuando aparece un antiguo miembro del GAL, y también otros miembros de ETA que la buscan... De nuevo estamos ante la dificultad, quizá la imposibilidad, de huir del pasado, en especial cuando la gente de ese pasado, a la manera de una secta (la alusión más religiosa que ideológica quizá no sea disparatada), no tolera desviaciones sobre la ortodoxia; vale decir la entrega sin fisuras a la causa, de forma absoluta e indubitable. Con un interesante reparto (Carmen Maura, tan buena actriz cómica como dramática), el portugués Joaquim de Almeida y Fernando Valverde, entre otros, el film propuso un interesante acercamiento hacia la figura del arrepentido al que su pasado le visita para ajustar cuentas.

En una línea no demasiado lejana, A ciegas (1997), rodada por el director vasco (aunque nacido en Barcelona) Daniel Calparsoro, presentaba la historia de una chica (su actriz fetiche de la época, Najwa Nimri), miembro de un comando etarra, quien en una acción, lejos de cometer el asesinato previsto, termina disparando a su compañero, tras lo que tendrá que huir a toda costa. Con el estilo bronco y no precisamente elegante de Calparsoro, se buscaba hablar de los posibles procesos de reflexión y alejamiento de la llamada “lucha armada”, si bien se mezclaban otros elementos, como una relación sexual de dominación-sumisión que encajaba poco en la historia.

Aunque la película por excelencia sobre el abandono de las armas por un miembro de ETA y las terribles consecuencias que para esa persona tendrá tal decisión es, sin duda, Yoyes (2000), film de la navarra Helena Taberna que cuenta la verídica historia de María Dolores González Catarain, alias “Yoyes”, dirigente etarra que eligió salir de la organización y llevar una vida corriente, lo que ETA no podía consentir por poner de manifiesto que existía un camino de salida para otros disidentes de la línea oficial, asesinándola delante de su hijo pequeño durante las fiestas de su pueblo. Taberna puso en imágenes esta trágica historia, con Ana Torrent como la etarra que quiso ser simplemente una mujer que criara, educara, viera crecer a su hijo.

La figura del etarra desaparecido tiene en la Historia reciente varios casos, como los de Lasa y Zabala, ya comentados, o el de Mikel Zabalza, todos ellos secuestrados por miembros de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado que actuaron al margen de la ley; pero hay otra figura, quizá menos conocida, y es la del etarra “desaparecido” por sus propios colegas de banda: el caso más llamativo es el de Eduardo Moreno Bergareche, alias “Pertur”, máximo dirigente de ETA en 1976, al que se le supone secuestrado, asesinado y su cuerpo eliminado sin rastro. Hay dos tesis contradictorias sobre quién estuvo detrás de la desaparición del histórico dirigente etarra: por un lado, se cree que pudieron ser los llamados comandos especiales o “bereziak” (concretamente los también líderes etarras “Pakito” y “Apala”, últimas personas que vieron a “Pertur” antes de desaparecer sin dejar rastro), que propugnaban una lucha armada directa y sin ambages contra el estado español, sin la dicotomía político-militar que planteaba “Pertur”, una dicotomía en la que el aparato político iría haciendo innecesario el militar (todo eso según la peculiar terminología del discurso “abertzale”). La otra tesis, afín a los medios nacionalistas, aboga por la posibilidad de que “Pertur” fuera secuestrado, torturado y asesinado por fuerzas parapoliciales vinculadas al estado español, tesis que sostiene el documental El año de todos los demonios (2007), dirigido por el productor Ángel Amigo, histórico cineasta siempre relacionado con posturas “abertzales”, que presenta datos, declaraciones y sospechas que parecen confirmar que fueron neofascistas italianos, asociados a antiterroristas clandestinos españoles, los que estuvieron detrás de su desaparición. Lo cierto es que la desaparición de “Pertur”, de no haberse producido y haber triunfado su posicionamiento estratégico (primar la lucha política sobre la armada, hasta extinguir esta), podría haber cambiado el curso de la Historia y es posible que cientos de personas hubieran salvado la vida.

En el terreno de la ficción, el caso de la desaparición de “Pertur” y su ignoto paradero se podría decir que influyó, muy libremente, en La playa de los galgos (2002), de nuevo con Mario Camus a los mandos de un film con cierta relación con los asuntos del terrorismo etarra, como ya ocurrió con la mentada Sombras en una batalla; aquí el cineasta santanderino contaba la historia de un hombre, interpretado por Carmelo Gómez, que busca a su hermano desaparecido, con el rostro de Gustavo Salmerón, al parecer miembro de una organización terrorista.

Una de las víctimas por antonomasia del llamado “conflicto vasco”, aparte de los asesinados y sus familiares, es la persona que, por sus ideas, fue objeto de persecución por parte de la banda terrorista durante buena parte de la década de los noventa y primeros años del siglo XXI. El caso más traumático fue, seguramente, el de Miguel Ángel Blanco, el concejal del PP de Ermua que fue secuestrado y asesinado en 1997, lo que dio lugar a una auténtica marea de indignación, en el propio País Vasco y en el resto de España, que quizá marcó el comienzo del fin de la organización armada; otros muchos fueron menos conocidos: concejales (del PP y del PSOE, nunca de los partidos “abertzales”, claro...), empresarios, periodistas, intelectuales, en general gente relevante no afecta a la causa nacionalista, tuvieron que vivir con escolta durante años, caminando por las calles con el corazón en un puño por la simple razón de pensar distinto y no callarse. Algunos, a pesar de la escolta, fueron masacrados, como ya comentamos en capítulo anterior con respecto al parlamentario socialista Fernando Buesa y su escolta Jorge Díaz; otros pudieron vivir para contarlo, aunque durante años lo hicieron dudando si verían el siguiente amanecer. Ese es el tema de Perseguidos (2004), de Eterio Ortega Santillana, documental sobre las personas que, durante años, tuvieron que vivir en permanente estado de alerta porque se había puesto precio (metafórico) a sus cabezas.

Como respuesta al documental La pelota vasca: la piel contra la piedra (Euskal pilota: larrua harriaren kontra), de Julio Medem, ya comentado en capítulo anterior, al que se criticó por su supuesta equidistancia entre asesinos y asesinados, se rodó Trece entre mil (2005), con dirección de Iñaki Arteta, que se centra en las víctimas de los miles de atentados etarras, con un balance final de más de 800 muertos; en sus familiares, en sus afectos, en sus amigos, se centra Arteta, en concreto en 13 de esos asesinados, a cuyos hijos, viudas, padres, hermanos... el cineasta vasco da la palabra, para que cuenten su experiencia tras la pérdida traumática de sus seres queridos.

La figura del acosado por el conglomerado ETA reaparece con fuerza en una producción nacional con participación vasca, Todos estamos invitados (2008), del cántabro Manuel Gutiérrez Aragón, en la que se denunciará la forma en la que un profesor universitario (interpretado por José Coronado), muy crítico con las acciones etarras, será por ello aislado de su hasta entonces entorno amistoso, casi fraterno, que huirá de él como de la peste cuando el intelectual sea puesto en la diana por la dirigencia abertzale, que le señala como pieza a abatir por su disidencia y su postura abiertamente crítica. Óscar Jaenada interpreta a un etarra temporalmente amnésico que será el encargado de ejecutar al profesor díscolo.

Las consecuencias de la contemplación de atentados aparecerá en Felicidad perfecta (Zorion perfektua, 2009), film dirigido por Jabi Elortegi sobre la novela homónima de Anjel Lertxundi, sobre una pianista (Anne Igartiburu) que en su adolescencia asistió horrorizada al asesinato de un hombre a manos de ETA, convirtiéndose ello en un trauma del que no le será fácil desprenderse; con acentos de thriller, pero también de drama romántico, la película utilizaba los asesinatos etarras más como paisaje, como “leit motiv”, que como centro y eje de la trama.

Como decíamos al principio, queremos hablar de todas las víctimas: con La hija del mar (Itsasoaren alaba, 2009), Josu Martínez rueda un documental sobre la vida de Haize, a quien el GAL, cuando ella tenía 2 años, mató en Francia a su padre, Mikel Goikoetxea, alias “Txapela”, etarra refugiado en el país vecino. La película narra el ejercicio de memoria al que se enfrenta la hija, un cuarto de siglo más tarde, intentando reconstruir la vida de su padre, intentando comprenderle.

Iñaki Arteta vuelve sobre el tema de las víctimas con su documental Contra la impunidad (2016), en el que se centra en los más de 350 casos de asesinatos perpetrados por ETA que siguen sin resolverse, dando la palabra a sus familiares y afectos, que han de sumar el dolor por la pérdida del ser querido a la frustración de que el crimen haya quedado impune y sin visos de aclararse y enjuiciarse.

Finalmente, Ez, esquerrik asko! La ventana de Gladys (Ez, eskerrik asko! Gladysen leihoa, 2018) es el título del  documental dirigido por Berta Gaztelumendi en el que se que cuenta la poco conocida historia de Gladys del Estal, activista ecologista muerta de un disparo de la Guardia Civil en 1979 en una fiesta-manifestación contra la central nuclear de Lemóniz; central cuya construcción, por cierto, finalmente se abandonó, ante el acoso constante del entorno etarra, con hitos como el secuestro y asesinato del ingeniero que dirigía las obras, José María Ryan, ya comentado en capítulo anterior.

Ilustración: Óscar Jaenada, en una imagen de Todos estamos invitados (2008), de Manuel Gutiérrez Aragón.

Próximo capítulo: El cine vasco de la democracia (V). El cine de géneros: La comedia