Enrique Colmena

Cuando se cumple el centenario del nacimiento en Rimini de Federico Fellini, proteico genio del cine, estamos hablando en este díptico de las diez películas que, a nuestro juicio, explican su obra; en la anterior entrega de estos artículos (que puede consultar pinchando aquí) hablamos de La Strada, La dolce vita, Fellini 8 y 1/2, Fellini-Satyricon y Roma. Cerraremos este homenaje hablando de cinco de las películas de la última parte de su carrera.


Yo recuerdo...

Tras Roma, que supuso en buena medida un escándalo considerable, sobre todo por la causticidad que el cineasta de Rimini se gastó con la curia vaticana (lo que hizo que, por ejemplo, no se pudiera estrenar en España, por problemas de censura, hasta 1976), Fellini acomete uno de sus proyectos más queridos, Amarcord (1973), forma en la que en su dialecto romañés se dice “Yo recuerdo”. Estamos entonces ante una autobiografía de sus años mozos, del tiempo en el que Federico (aquí llamado Titta, para no dar demasiadas pistas...) vivía con su familia en su pueblo, durante el régimen fascista de Mussolini, sus años de formación, y de una curiosísima fauna de personajes a cual más interesante, desde la bella del pueblo, bella pero sola, hasta una estanquera tamaño ballena azul que propiciará una de las escenas más inolvidables que cualquier espectador haya contemplado jamás. La película, una fascinante mirada atrás, filtrada por el talento artístico de Fellini, deslumbra por donde va, consiguiendo, entre otros premios, el Oscar a la Mejor Película Extranjera. 


Las escenas de sexo más antieróticas de la Historia del Cine

Tras Amarcord, Fellini se embarca en una producción elefantiásica, su muy particular visión sobre Giacomo Casanova, el arquetipo por antonomasia (con permiso de Don Juan, claro está) del seductor de mujeres. La película atravesaría por serios problemas en su producción, a vueltas con el astronómico presupuesto necesario para llevarla a cabo, lo que permitió incluso que algunos advenedizos, como el austriaco Franz Antel, se adelantaran con sus proyectos evidentemente parasitarios del felliniano, estrenando el cineasta germano antes que el maestro una cosa llamada Casanova & Co., con Tony Curtis (que por supuesto era mucho más grande que el film) prestándose a ello. Fellini, por fin, termina su película, la estrena, y el mundo se queda asombrado de una representación de Giacomo Casanova como si fuera una fastuosa ópera barroca, un espectáculo ciertamente inolvidable que sin embargo, en cuanto a lo tocante a la sensualidad, hizo decir a un crítico de la época (lamentamos no recordar quién exactamente; tal vez el maestro José Luis Guarner) que contenía las escenas de sexo más antieróticas que se hubieran rodado jamás. Y es que para Fellini el sexo en su El Casanova de Fellini (como se estrenó para “marcar terreno” con respecto a los imitadores que le salieron) era más una cuestión de acrobacia que de sensualidad, más de gimnasia que de morbo. Estaba buscado, por supuesto; de hecho, la tesis de Fellini sobre el legendario amador de féminas era precisamente su incapacidad para amar, que disfrazaba tras su mítica voracidad sexual, una pura cuestión fisiológica. Con un Donald Sutherland a ratos difícil de identificar tras los tremendos pelucones, los postizos faciales y los maquillajes de la época en la que se ambienta, con un fastuoso diseño de producción y una memorable partitura de Nino Rota, la película no tuvo demasiado éxito comercial, lo cual es comprensible: pocas cintas como esta, sobre un personaje supuestamente rijoso, hacía menos guiños a la galería.


¡Heil, Fellini!

Como suele suceder en estos casos, cuando una película casi arruina a un productor (Alberto Grimaldi, en este caso), el siguiente empeño de Fellini fue mucho más barato y austero. Ensayo de orquesta (1978) nos presentará las conversaciones que mantienen los músicos de una orquesta mientras preparan una función; como si fuera un trasunto histórico de Italia o de Europa, también por la sala de ensayo de la orquesta se irán sucediéndose los distintos eventos de la Historia reciente, del Mayo del 68 a la irrupción de Brigadas Rojas en los setenta, tras lo cual, en medio de un guirigay absoluto, el director termina por dar lo que parece un golpe de Estado y aherroja a los miembros de la orquesta, que ya no podrán sino tocar a los sones patrioteros que les ordena ese director/”führer”. El film sería reputado por algunos (con menos vista que Rompetechos...) como “filo-fascista”, cuando precisamente lo que intentaba Fellini era justo lo contrario, advertir sobre los peligros de la anarquía en la que, según él, se estaba adentrando Italia y Europa, y cómo ello atraería de nuevo a los cachorros de los que, según Brecht, estaba preñada la bestia que engendró a Hitler. Como se ve, Fellini, además de artista genial, tenía una inusual visión anticipatoria: ahí está Salvini en Italia (temporalmente fuera de combate, pero volverá, ay, volverá...), ahí están Kacynski en Polonia, Urbán en Hungría, Kurz en Austria, aquí Abascal...


Parábola de Europa

Tras Ensayo de orquesta Fellini hace La ciudad de las mujeres (1980), que no es demasiado bien recibida, supuestamente su visión sobre el universo femenino, tras lo que afronta otro de sus retos megalómanos de esta etapa, Y la nave va (1983), ambiciosa superproducción ambientada al comienzo de la Primera Guerra Mundial, y localizada en un crucero por el Mediterráneo en el que viajan las cenizas de una gran diva de la ópera. Parábola de la Europa de principios de siglo, la que estaba a punto de saltar (literalmente...) por los aires, Y la nave va es un compendio de los temas fellinianos de la última etapa, con un barroquismo que, sin llegar a El Casanova..., lo recuerda, una obra quizá menor en su filmografía pero que, sin duda, se puede reputar de un epítome de su obra, casi un compendio, una compilación temática y estética.


La nostalgia es un error (o no...)

Tres años más tarde, Fellini afronta la que quizá se pueda considerar su última gran película, Ginger y Fred (1986), en la que encontraremos de nuevo sus obsesiones (de nadie como Fellini se puede decir aquella lapidaria frase crítica de “todo autor hace siempre la misma obra”), ahora también tamizadas por la edad del director, haciendo confluir en la misma historia uno de sus asuntos predilectos de la última etapa, el fenómeno  de la televisión (para la que se grabó Ensayo de orquesta, y que estaba muy presente en su trama) y dos de sus intérpretes fetiche, Marcello Mastroianni y Giulietta Massina, ambos intervinientes en el film en un concurso televisivo en el que imitaban a los Ginger (Rogers) y Fred (Astaire) del título, en un ejercicio de hermosa nostalgia que, sin embargo, también admite justamente lo opuesto, la ausencia de nostalgia. Como curiosidad, Mastroianni y Massina, que tomaron clases de claqué para esta película, tuvieron que “desaprender” parte de lo aprendido, por instrucciones de Fellini, que no quería que fueran tan perfectos en sus bailes ante la cámara...

Tras Ginger y Fred Fellini hizo aún un par de películas antes de morir: Entrevista (1987), en formato documental, sin duda interesante pero menor, y el largometraje de ficción La voz de la luna (1990), donde ya era apreciable que el genio no era el que era, solo tres años antes de morir.

Federico Fellini: cien años de barroquismo, de lirismo, de acercamiento a la realidad desde un prisma propio, de un microcosmos inconfundible. Cien años de una obra que se extiende a lo largo de cuatro décadas, una obra poliforme, poliédrica, una y muchas a la vez, una obra que se metamorfosea, que evoluciona, que se mira a sí misma, que mira hacia atrás y hacia adelante, una obra comprometida con su tiempo, pero sobre todo comprometida con su mundo. Una obra genial, única, exclusiva.

Y todo ello se puede resumir en una sola palabra, en un solo término, en un solo concepto: felliniano.

Ilustración: Marcello Mastroianni y Giulietta Massina, en una escena de Ginger y Fred (1986), probablemente la última gran película de Federico Fellini.