Enrique Colmena

En el día en el que se escriben estas líneas, 20 de Enero de 2020, se cumplen cien años del nacimiento en Rimini, localidad de la región de Emilia-Romagna, de Federico Fellini, quien andando el tiempo se convertiría en uno de los más importantes cineastas que haya dado Italia en toda su historia, un guionista y director que creó un mundo propio y que daría lugar incluso a un adjetivo, felliniano, que, aunque no admitido aún por la RAE (generalmente tan lenta para cosas tan obvias, aunque demasiado rápida para otras más discutibles...), todo el mundo conoce e identifica sin problemas.

Vamos entonces a promover con estas líneas nuestro particular homenaje al talento poliédrico e inabarcable de Fellini. Precisamente por esa cualidad de inabarcable, de inconmensurable, intentaremos restringirlo a un universo limitado, a las diez películas que, a nuestro juicio, son las más características de su extensa carrera, que se inició en 1942 (con 22 añitos, eso es precocidad...) como guionista de una olvidable comedia de teléfonos blancos, Avanti c’è posto (1942), endeble producto de la época mussoliniana que puso en escena aseadamente Mario Bonnard. Tampoco su debut como director con Luces de varieté (1950) se puede decir que fuera memorable. Tendrían que pasar todavía algunos años hasta que...


El Neorrealismo no neorrealista

Aunque Los inútiles (1953), acre mirada hacia la desidia humana, ya apuntaba (y de qué forma...) maneras, será La Strada (1954), con toda probabilidad, la primera gran película de Fellini. Inserta teóricamente en el movimiento del Neorrealismo, que habían puesto en escena tan potentemente maestros como Rossellini (Roma ciudad abierta, Alemania, año cero, Paisà, Stromboli), Vittorio de Sica (Ladrón de bicicletas, Milagro en Milán, Umberto D.), Visconti (La terra trema, Bellissima) y otros cineastas de menor rango, lo cierto es que, a nuestro juicio, La Strada, aunque mantiene temáticas evidentes del movimiento, también tiene circunstancias que la apartan, sutilmente, de este: la poesía del arroyo, la mística del circo ambulante, el personaje absolutamente enternecedor, a fuer de soñador, de Gelsomina, entre otros excursos, hacen que las constantes neorrealistas, a la vez, se cumplan y no se cumplan, en una película ciertamente inolvidable que puso a Fellini por primera vez, y de qué manera, en el mapa, en el escaparate del cine internacional. Memorable Giulietta Masina, memorable Anthony Quinn.


Radiografía (anticipada) de la década de los sesenta

Tras hacer algunos films notables (Almas sin conciencia, 1955) o muy notables (Las noches de Cabiria, 1957), Fellini inicia la década de los sesenta con una admirable radiografía anticipada de la década. Hablamos de La dolce vita (1960), crónica extraordinaria de la “jet” de la época, de los ociosos que vivían la vida en un continuo “carpe diem”, preanunciando el auge de los “socialité”, de los “celebrities”, de la gente guapa y “chic”, pero sin ahorrar un soterrado sarcasmo sobre esta gente cuyo horizonte vital se centraba en el próximo vaso de whisky, el siguiente paseo en descapotable, el inmediato cortejo a la bella y despampanante de turno, gente que no alcanzaba más allá del final de la noche de cada jornada. Esa mirada decepcionada sobre el género humano, o al menos sobre una parte del género humano, estará dada por Fellini como una extraordinaria sinfonía visual, en la que el blanco y negro de la fotografía se convierte en un personaje más de la historia, junto a los inolvidables Marcello Mastroianni y Anita Ekberg. Y ese baño en la Fontana di Trevi...


El miedo del creador ante la página en blanco

Tras hacer Boccaccio’70 (1962), film de episodios (formato que tuvo mucho auge en la época) en el que compartió dirección en los otros “sketches” con De Sica, Visconti y Monicelli, Fellini se siente vacío, no sabe hacia dónde encaminar su obra. Ya es uno de los grandes, un incontestable del cine mundial, pero la crisis del creador ante la página en blanco, o quizá ante la claqueta sin anotación de tiza, si vale el paralelismo, le lleva a hacer cine sobre esa parálisis creativa. El resultado es la fascinante Fellini, 8 y 1/2 (1963), en la que el director recrea esa falta de ideas y convierte la ausencia de ellas en una idea en sí misma, jugando con la supuesta búsqueda de temas a través de las mujeres a las que amó, a las que ama, quizá a las que amará, pero también con otras relaciones de amistad, profesionales, artísticas, o cómo el entorno influye poderosamente en el devenir del artista. Cine sobre cine, creación sobre creación, un Fellini auténticamente genial supo sacar petróleo de su marasmo creativo, abriendo caminos que después otros han hollado con fruición. Mastroianni se convertía en el “alter ego” del cineasta, con algunas de las mujeres más fascinantes de la década: Claudia Cardinale, Anouk Aimée, Sandra Milo.


Las ambigüedades electivas

Fellini no cederá totalmente en la plasmación de sus obsesiones personales y conyugales en su siguiente film, Giulietta de los espíritus (1965), con su esposa Masina inmersa en sus dudas sobre la fidelidad y el amor de su marido, en un film un tanto menor. Tampoco Historias extraordinarias (1968), nueva película de episodios compartido con Louis Malle y Roger Vadim, y en concreto su “sketch” Toby Dammit, sobre un relato de Edgar Allan Poe, se puede considerar del nivel excepcional del cine del de Rimini. Otra cosa será Fellini-Satyricon (1969), la peculiarísima versión que el cineasta romañés hizo de la disoluta novela de Petronio, ambientada en la Roma clásica del siglo I d.c., una mirada hacia la metrópoli que fuera centro del mundo, en los ojos de dos adolescentes tirando a rijosos, en una visión de lo más heterodoxa sobre la antigua Roma y su muy, muy laxo sentido de la sensualidad, el erotismo y los roles sexuales.


La Ciudad Eterna: una declaración de amor, una sátira acerba

Tras hacer para televisión Los clowns (1970), documental sobre los payasos, tema recurrente en su filmografía que aparecía explícitamente en La strada pero que también de forma tácita figuraba en otros títulos de su obra, Fellini afronta otra de sus películas fundamentales, Roma (1972), toda una declaración de amor hacia la Ciudad Eterna, a lo que dedica la primera parte de su metraje, una mirada cuasi onírica, con frecuencia hipnótica, pero también cercana y costumbrista, sobre la cuna de la civilización, que en su parte final se troca en cáustica sátira sobre el Vaticano y sus modas y modos, con un desopilante desfile de casullas, hábitos y otras vestimentas clericales, aunque en el fondo toda esa recua de curas, vicarios y obispos esté vista con una mirada no exenta de ternura, en una obra de arte que se recrea en el barroquismo de una ciudad en la que las generaciones, las culturas, los movimientos artísticos, religiosos, políticos y sociales se superponen como las capas de un yacimiento arqueológico al aire libre, a plena luz de todos.

Ilustración: Marcello Mastroianni y Anita Ekberg, en la mítica escena de la Fontana di Trevi de La dolce vita (1960).

Próxima entrega: En el centenario de Fellini, diez películas que explican su cine (y II)