En cine se conoce como síndrome de Chanquete al fenómeno por el cual un actor o actriz se identifica de tal manera con un personaje que, posteriormente a la terminación de la película o serie, le cuesta la propia vida volver a realizar su trabajo en otros roles, pues los directores, productores y, a la postre, los espectadores, lo relacionan de forma indefectible con aquel papel que lo hizo memorable. Fue lo que le pasó a Antonio Ferrandis, cuyo paso por la serie televisiva Verano azul le reportó grandes alegrías y una extraordinaria popularidad, pero a quien tras terminar la serie le costó Dios y ayuda volver a trabajar con normalidad en cine y televisión: todos veían en él a Chanquete, y eso, evidentemente, limita hasta lo indecible la posibilidad de ser otros personajes.
Pues no es solo en la interpretación donde se da este síndrome; entre los directores, aunque es menos frecuente, también se suele encontrar. George A. Romero, recientemente fallecido (el 16 de este mes de julio de 2017 en el que escribimos) es uno de esos casos. Romero, tan neoyorquino que nació en el Bronx, murió sin llegar a conseguir la fama y el estrellato, aunque sí dio lugar a uno de los fenómenos más populares y rentables de los últimos cincuenta años, el mito de los zombis, que actualmente ha dado “hits” económicos como Guerra mundial Z (2013), de Marc Forster, que recaudó más de 500 millones de dólares USA en cines, o el éxito de series televisivas como The Walking Dead o su esqueje (prefiero este término, tan español, también tan arcaico, al de “spin-off”) Fear the walking dead. Eso aparte de las muchas películas y series que se siguen haciendo hogaño sobre el tema: en cine, por ejemplo, en cinematografías tan exóticas como Corea del Sur, con estupendos filmes como Train to Busan (2016), de Yeon Sang-ho, o propuestas tan fascinantes como la de Melanie. The girl with all the gifts (2016), de Colm McCarthy, e incluso disparates que combinan literatura victoriana y adictos a los higadillos, como en Orgullo + Prejuicio + Zombies (2016), de Burr Steers; y en televisión, con series como iZombie y Z Nation.
Pues el que comenzó todo esto fue George A. Romero a finales de la década de los sesenta. La noche de los muertos vivientes (1968) fue su primer largometraje, una película hecha con escasos recursos económicos, sin estrellas, en blanco y negro, en la que Romero, además de director y guionista, ejerció de montador, director de fotografía y hasta de actor secundario, un autentico “hombre-orquesta” para hacer una película en la que nadie creía, y al frente de cuyo elenco actoral, por primera vez en un filme de terror, se ponía a un actor negro, Duane Jones, osadía que ciertamente nunca se le agradecerá lo suficiente, contribuyendo con ello a la normalización de los intérpretes afroamericanos en todo tipo de cine.
La película fue un éxito de crítica, siendo saludada como lo que era, un clásico que nacía como un filme “de culto”. Pero ese gran éxito sería también, a la postre, la maldición de Romero; a pesar de que el cineasta neoyorquino intentó reiteradas veces separarse de la temática de los muertos vivientes, el escaso éxito de sus otras propuestas le terminaban compeliendo a volver al territorio zombi; quizá no a disgusto, digámoslo ya, aunque lo malo es que no pudo elegir.
De esta forma, tras ese éxito que le convirtió en una figura mítica del cine de terror moderno, Romero prueba otros registros, aunque siempre dentro del género que busca provocar el miedo en el espectador; hace entonces algunas pelis como La estación de la bruja (1972), sobre el satanismo doméstico, que pasa totalmente desapercibida. Algo mejor le va con Martin (1978), en el que afronta el fenómeno del vampirismo desde una perspectiva distinta, con un chico actual, un urbanita, que cree ser un vampiro e intenta actuar como tal. Ese mismo año, sin embargo, y dado que no termina de despegar, Romero vuelve al subgénero que creó con Zombi. El regreso de los muertos vivientes (1978), que se reputa la segunda parte de una trilogía que, con el tiempo, se convertiría en hexalogía. Aquí Romero ya establece las reglas definitivas del tema, con sus muertos vivientes hambrientos de carne humana, sus extraños y desaforados movimientos como de contorsionista, quizá determinados por el rigor mortis pero también por el extremoso ansia de devorar a sus congéneres, y su tendencia a atacar en manada, y también las normas que rigen asuntos tales como la forma de infectarse (mediante el mordisco de alguno de esos zombis) y la muerte definitiva de los muertos vivientes (mediante disparo en la cabeza o reducción de la misma a la cualidad de pulpa). También en el fillme habrá una nueva aportación, interesante, que habla del consumismo de la época moderna, cuando los supervivientes se hacen fuertes en un centro comercial, donde serán asediados por los infectados.
En la década de los ochenta Romero intentará de nuevo deshacerse de la maldición de los muertos vivientes, y lo hará con dos filmes. El primero de esos intentos será Los caballeros de la moto (1981), curiosísima traslación del universo de Camelot a la América profunda actual, con sus guerreros perfectamente pertrechados a la medieval manera, pero cabalgando poderosas motocicletas en vez de vistosos jamelgos. Como era de esperar, una propuesta tan rara, además en “el director de los muertos vivientes”, no tuvo aceptación alguna. El segundo intento hecho en los “eighties” para desembarazarse de la etiqueta zombi lo afrontará Romero de la mano de su amigo Stephen King, el famoso novelista, con quien hace Creepshow (1982), un filme de episodios que recrea algunas historias originales del escritor de Maine, hechas a la manera de las baratas publicaciones de terror “pulp” que poblaron la infancia de ambos, Romero y King. Tampoco este nuevo intento, a pesar de la participación de Stephen en el guion, le supondría a George la salida del bucle no precisamente virtuoso en el que se había enredado con su primer, y tan celebrado, filme.
Tanto es así, que a mediados de los ochenta Romero vuelve de nuevo al universo zombi con El día de los muertos (1985), que se reputó entonces como el colofón de una trilogía de los muertos vivientes que, como ya hemos comentado, finalmente se convertiría, con el paso del tiempo, en una hexalogía. El filme plantea un apocalipsis zombi en toda regla, con el mundo prácticamente tomado por los muertos vivientes y una civilización humana reducida a la mínima expresión, pero con un grupo de científicos que intentan experimentar con uno de esos especímenes… Tendremos entonces, por primera vez en el universo zombi, una visión del muerto viviente más allá del anonimato de la masa y más allá del concepto de carne de cañón que hasta entonces se había manejado; por primera vez el zombi es un personaje concreto, no abstracto ni grupal, y la relación se empieza a tornar bilateral, en un ensayo temático que con el tiempo se ha demostrado más que estimulante.
La década de los ochenta terminará para Romero con otro intento de salir del tema zombi. Será Atracción diabólica (1988), de nuevo un filme que se desmarca de las líneas habituales del cine de terror, con un joven de brillante porvenir que quedará paralítico en un accidente, lo que motivará que su novia le abandone. Por fin da con la solución para su soledad: adiestra a una simia para que sea su animal de compañía; la primate demuestra pronto una extraordinaria inteligencia y una gran simbiosis con su dueño, hasta el punto de que, cuando éste empieza a tener deseos malévolos, la mona los cumplirá en su lugar… Notable historia, sin duda, con la estimulante relación de dependencia (de ida y vuelta…) entre humano y simio, también con una muy interesante puesta en escena de Romero, la película llamó la atención del aficionado al género pero no consiguió hacer olvidar La noche de los muertos vivientes.
Pero Romero no cejaba en su empeño. En los años noventa vuelve a intentarlo con un texto de su amigo Stephen King. Rueda La mitad oscura (1993), adaptación de la novela homónima que King escribió con el pseudónimo de Richard Bachman, una historia ciertamente atractiva sobre un escritor demediado al que le surge un sosias jekylliano que pondrá en jaque su obra, su familia, su propia vida. Aunque interesante, no llega a funcionar por un apego excesivo a la historia original y un lamentable error de casting, al atribuir a Timothy Hutton el personaje central, un actor en exceso blandengue que carece de lado perverso, con lo que la historia pierde credibilidad a ojos vistas.
El filme, un fracaso económico, lastrará la carrera de Romero, hasta el punto de que no volverá a dirigir hasta siete años más tarde, con El rostro de la venganza (2000), modesta producción sobre un pobre diablo que pierde las facciones de su rostro, lo que le permite tomarse la justicia por su mano de todos los que le vejaron. Idea peregrina y realización no demasiado afortunada fueron letales para una película ciertamente olvidable. Así las cosas, Romero parece darse por vencido: a partir de entonces, y hasta su muerte, los filmes que dirige, que serán tres, estarán claramente relacionados con el universo zombi que él engendró. Esas tres películas que le quedan por hacer será: La tierra de los muertos vivientes (2005), una especie de lectura en clave marxista del fenómeno zombi, con los muertos asaltando literalmente una especie de Palacio de Invierno donde se solazan los vivos ricachones; El diario de los muertos (2007), donde Romero utiliza la técnica del “found footage” o metraje encontrado, un falso documental a la manera de El proyecto de la bruja de Blair, con un grupo de estudiantes que rueda en un bosque cuando son atacados por una plaga de zombis y sigue grabando.
La última película de Romero, fiel ya al subgénero que creó, será La resistencia de los muertos (2009), en la que el cineasta sitúa la acción en una remota isla americana, donde la plaga de zombis planteará a los supervivientes la dicotomía de exterminar a los afectados o, por el contrario, preservarlos para intentar conseguir una cura que los devuelva a la normalidad, en un giro argumental que recuerda a El día de los muertos y los intentos, cada vez más interesantes, de considerar al zombi como un ser humano, aunque enfermo y peligroso, antes que una bestia irredenta que debe liquidarse.
En los últimos tiempos Romero intentaba levantar nuevos proyectos con zombis de por medio, si bien se quejaba de que el éxito económico de Guerra mundial Z había hecho imposible seguir haciendo películas de poco presupuesto sobre el tema, porque las productoras exigían grandes filmes que fueran tan rentables como el mentado de Marc Forster, aunque es evidente que ello suponía un riesgo altísimo: en caso de costalazo económico, la productora podría pasarlo mal, pero el director se podría considerar ya muerto (alegóricamente hablando, se entiende…), y con escasas posibilidades de revivir (qué propio, dado el tema…).
Pie de foto: Imagen de La noche de los muertos vivientes (1968).