En la primera parte de este díptico hemos analizado de qué forma el cine se había hecho eco durante el siglo XX del sida y todos sus efectos colaterales desde que se definió como tal enfermedad (diagnosticada como tal en 1981, denominada sida en 1982, aislada como virus en 1984, denominado éste VIH en 1986), un eco escaso, sobre todo si se tiene en cuenta la inconmensurable repercusión en términos de vidas humanas, de enfermedad crónica, de estigma social, que ha tenido y tiene el llamado síndrome de inmunodeficiencia adquirida.
La tendencia en el nuevo siglo, en este XXI en el que escribimos, será ir visibilizando la pandemia y, sobre todo, hablar de las secuelas sociales que habrán de afrontar los seropositivos o los que ya han desarrollado la enfermedad. En 2002 encontramos dos nuevos films sobre el sida. Uno de ellos, norteamericano, se titula Las horas, y fue la segunda película de Stephen Daldry como director tras su gran éxito con Billy Elliot. Sobre una novela de Michael Cunningham, Daldry desarrolla tres historias, todas ellas con algún punto de contacto con la novela de Virginia Woolf Mrs. Dalloway; en uno de esos segmentos nos encontramos con una mujer madura, que interpreta Meryl Streep, enamorada de un escritor diagnosticado de sida (magnífico Ed Harris, como siempre) que, incapaz de soportar la enfermedad y la agonía, se plantea el suicidio como forma de acabar con todo.
La otra película de 2002 es española. Su título es El sueño de Ibiza, está dirigida por Igor Fioravanti, y nos presenta un triángulo amoroso, compuesto por Adrià Collado, Adriana Domínguez y Paco Marín, en el idílico paraíso balear del título, una historia de amores encontrados y esquinados, en el que uno de ellos, el personaje de Marín, se infectará del sida en su desaforada carrera suicida al no encontrar el amor que buscaba en sus dos compañeros de correrías.
De nuevo será el cine español el que tratará el tema del sida, en clave dramática, en La buena voz, un film dirigido por Antonio Cuadri, ambientado en Euskadi (con coproducción vasco-andaluza), que presenta una pareja de cincuentones emigrados a aquella tierra, que se encuentra de buenas a primeras con un hijo natural de él, treintañero, gay y seropositivo, y cómo el padre, un hombre chapado a la antigua y de humor cascarrabias, con tendencia a descargar en su mujer sus frustraciones, tendrá que enfrentar esa sorprendente novedad, primero desde la reticencia, el rechazo, paulatinamente desde la emoción del amor hacia el hijo que nunca creyó tener. Hermosa y modesta, quizá sea una de las mejores películas que se hayan rodado nunca, en todo el mundo, sobre el sida, su estigma social y cómo afrontarlo.
André Téchiné, cineasta francés de ya dilatada carrera, y que ha tratado en varias ocasiones el tema de la homosexualidad, con muy diversas perspectivas (En la boca, no, Los juncos salvajes, Cuando tienes 17 años, entre otras películas), tocó el sida en 2007 en su film Los testigos, una historia con varias líneas argumentales, aunque la principal era la que nos contaba la historia de un inspector de la Gendarmerie que se enamora de un joven llegado de provincias, y de la relación entre ambos cuando el chico contrae el sida en relaciones promiscuas ajenas a la pareja. Téchiné conseguirá una obra madura y serena, con algunos momentos de gran intensidad emocional cuando el joven se va estragando por el mal que lo corroe.
Tenemos que dar un salto de varios años, hasta 2013, para encontrar una nueva muestra de cine relevante que trata el tema del sida. Será Dallas Buyers Club, un film dirigido por el canadiense Jean-Marc Vallée aunque bajo pabellón yanqui, que presenta la historia de un vaquero de rodeo, un tipo machista y homófobo que, sin embargo, tras contagiarse con el VIH en una relación heterosexual sin protección, habrá de montar todo un tinglado aprovechando las lagunas legales USA para poder proveerse (y proveer a otros enfermos) de las drogas más innovadoras que la poderosa FDA (Agencia del Medicamento de Estados Unidos) no tenía aún autorizadas. La relación entre el protagonista, un magnífico Matthew McConaughey (más que merecido Oscar) y un también estupendo Jared Leto (que se llevó otra estatuilla) pasará del inicial rechazo mutuo a algo parecido a la amistad.
Ese mismo año el director inglés Stephen Frears lleva a la pantalla Philomena, un drama cuyo tema central no es el sida, pero sí aparecerá y tendrá un papel importante. La protagonistas, la siempre eximia Judi Dench, es una sesentona casi analfabeta que, cerca del fin de su vida, quiere saber qué ocurrió con el hijo que las monjas de una rígida institución religiosa le arrebataron cuando lo tuvo siendo una adolescente. Cuando, junto con un periodista que la asiste (un Steve Coogan alejado de sus habituales papeles de comedia), encuentra la pista del hijo, se enterará de que este creció, vivió su vida plenamente y murió de sida años atrás.
Como los tiempos ya son otros, en 2016 Théo & Hugo, Paris 5:59 nos presenta una trama que hubiera sido imposible solo diez o doce años atrás, al menos en cine comercial: en la capital de Francia, en nuestros días, dos jóvenes mantienen relaciones en un club de sexo gay; ya fuera del local, se dan cuenta de que no han usado protección, y uno de ellos es seropositivo; empieza entonces el deambular por un París nocturno, desierto, hablando de lo divino y lo humano, mientras buscan un ambulatorio donde les prescriban la medicación necesaria para anticiparse a un posible contagio. Film a pesar de todo romántico, aunque inserte sexo de corte pornográfico, plantea ya una situación del sida que, sin dejar de darle la importancia y el dramatismo que merece una enfermedad para la que no hay, a día de hoy, una cura definitiva, sí está ya contada con los matices que permiten los tratamientos preventivos y estabilizadores actuales. Cinematográficamente el film de los directores Olivier Ducastel y Jacques Martineau funciona bien, siendo una aportación interesante al drama del sida, visto ya desde la perspectiva muy distinta de nuestros días.
En ese mismo año se estrenó Uncle Howard, un documental dirigido por Aaron Brookner, que recupera la figura de su tío Howard (de ahí el título), un guionista y director yanqui que murió de sida en 1989. Su sobrino le rinde homenaje a partir del importante legado fílmico dejado por Howard, siendo a su vez, además de un tributo al tío tan precozmente fallecido, una crónica de un tiempo feroz en el que las ciudades norteamericanas se iban viendo diezmadas, en una pandemia sorda y callada que se llevó por delante a cientos de miles de jóvenes.
En 2017 dos han sido los filmes que han tocado, de diversa forma, el sida. Uno es español, Verano 1993, donde la directora Carla Simón, en su debut detrás de las cámaras, nos cuenta su historia autobiográfica cuando a los 8 años quedó huérfana de padre y madre, ambos muertos por la pavorosa enfermedad, y cómo la posibilidad de que ella también estuviera infectada le supuso el (no tan) velado rechazo de algunas personas de su entorno. La otra película de ese año será 120 pulsaciones por minuto, cuyo estreno nos ha permitido hablar de este lacerante asunto, un film de Robin Campillo que pone en imágenes la dura lucha que activistas antisida tuvieron que realizar en los años noventa en Francia para conseguir mejores medicamentos, más recursos para la investigación sobre la enfermedad y hacer propaganda sobre cómo prevenir nuevos casos, en una película irregular, un tanto desequilibrada, pero aún así hermosa y necesaria.
Ya vemos cómo ha variado el tratamiento del sida en el cine: de la ocultación vergonzosa, como si no existiera, o si como afectara a los diferentes, lo que acorazaba (supuestamente...) a los que se consideraban a sí mismos “normales”, a la visibilidad de lo que ha sido y es, una enfermedad de gigantescas consecuencias en la Historia de la Humanidad de los últimos casi cuarenta años, no sólo en términos de mortalidad, sino, quizá aún más importante, en términos de estigmatización social.
Ilustración: Jared Leto y Matthew McConaughey, en una escena de Dallas Buyers Club.