Pelicula:

El drama del sida, hoy día ya una enfermedad cronificada y estabilizada en el Primer Mundo, pero todavía lacerantemente letal en el Tercero, no ha sido demasiado tratado por el cine, sobre todo si tenemos en cuenta la enorme mortalidad (en torno a 40 millones en todo el mundo) que ha producido.

Robin Campillo es un editor, guionista y también director de cine, nacido en Marruecos aunque afincado desde joven en Francia; como guionista tiene en su haber el libreto de La clase (2008), de Laurent Cantet, que ganó la Palma de Oro en Cannes; con Cantet ha colaborado en varias ocasiones en el guion, la última de ellas en la estimulante El taller de escritura (2017). Pero Campillo tiene una voz propia, como demuestra en esta notable 120 pulsaciones por minuto, que se ambienta en el París de principios de los años noventa. Unos años antes, en 1989, se había creado Act-Up, como correspondencia a su homónima norteamericana, una militante asociación formada fundamentalmente (aunque no totalmente) por seropositivos, personas infectadas por el sida, el terrible Virus de Inmunodeficiencia Adquirida (VIH), en una época en la que el llamado inicialmente “cáncer rosa” hacía estragos en la población de todo el mundo, fundamentalmente en gays, drogadictos, prostitutas y hemofílicos, aunque ya empezaban a surgir también casos en heterosexuales.


La primera escena nos muestra a un grupo de activistas de Act-Up reventando un acto gubernamental sobre el sida, acusándolos de inoperancia y falta de interés por la dolencia. A partir de ahí conoceremos a dos de los miembros de la asociación, Sean, un joven franco-chileno, y a Nathan, que pronto se constituyen en pareja; ambos son seropositivos; Sean es muy radical en su militancia, interviene con efervescencia en las asambleas en las que Act-Up toma sus decisiones. La asociación busca visibilizar una enfermedad a la que la sociedad de la época daba la espalda, y ataca duramente a gobierno y laboratorios farmacéuticos por retrasar nuevos productos médicos menos dañinos que el temible AZT o el DDI...

120 pulsaciones por minuto es un drama sobre la enfermedad, sobre la agonía, sobre la muerte, pero también sobre las ganas de vivir (esas escenas de baile en discoteca de los seropositivos, que intermitentemente Campillo inserta en la película); es también una denuncia sobre la execrable forma en la que la administración francesa (socialista, para mayor escarnio) afrontó la epidemia en los años noventa, con falta de información, imprescindible en una enfermedad de la que ya se sabía qué hacer para no contraerla, pero también con abyectas decisiones como permitir que sangre infectada circulara por los hospitales para transfusiones, contagiando así a varios miles de hemofílicos.

Como película Campillo juega con tres líneas distintas: las asambleas, rodadas con gran naturalidad, con una extraordinaria sensación de verosimilitud; la relación amorosa entre Sean y Nathan, hecha con notable dulzura aunque sin rehuir algunas escenas de corte softcore; y las acciones de Act-Up, reventando actos del gobierno, invadiendo las oficinas de la farmacéutica que investiga la enfermedad, y manifestándose por las calles, ya sea en la muerte de algunos de sus socios o en el Orgullo Gay. La mezcla de los tres “escenarios” es congruente, la historia está enhebrada con credibilidad, y algunas escenas, como aquella en la que Sean y Nathan se cuentan, a media voz, en el lecho que comparten, de qué forma fueron infectados y cómo afrontaron ese hecho trascendental en sus vidas, están cargadas de una gran carga emocional, con una sin embargo ejemplar contención. También la escena en la que los representantes de la farmacéutica asisten a una de las asambleas de Act-Up está dada con un interesante recurso cinematográfico, una visión desde la percepción de Sean, que ya se encuentra gravemente enfermo, por lo que cuanto se dice en la asamblea está puesto como en sordina, como un sonido al fondo que apenas nos llega, como casi no le llega a Sean: cine subjetivo, entonces, cine en el que el director hace que el espectador se identifique, sensorialmente, con el protagonista.

Obra demoledora por la denuncia que presenta, humana en la descripción del deterioro físico, la agonía, la muerte, y bien filmada por un cineasta que, evidentemente, tiene mucho futuro, su talón de Aquiles es su duración, algo más de 140 minutos que se antojan excesivos: un recorte de 20 ó 25 minutos le habría permitido lucir mejor, obviando algunas reiteraciones (fundamentalmente en las escenas de las asambleas) que la lastran innecesariamente. Pero en eso Campillo parece ser de la opinión, que no nos parece acertada, de que no hay película importante si no excede, de lejos, las dos horas.

Protagoniza un actor argentino, Nahuel Pérez Biscayart, que tiene una ya larga trayectoria en el audiovisual (incluso llegó a trabajar en España en series como Aquí no hay quien viva), y que desde hace varios años hace cine también en Europa, sobre todo en Francia; su composición del protagonista nos parece notable, se funde con su rol hasta ser indistinguible; el resto del reparto raya a menor altura, siendo su trabajo correcto.

Con multitud de galardones, entre ellos el Gran Premio del Jurado en Cannes, 120 pulsaciones por minuto se constituye en una película necesaria, una obra que nos recuerda hasta qué punto el ser humano es capaz de abocar a una guerra invisible, como se dice en un momento del film, a un colectivo que enfermó sin saber por qué, y al que las autoridades, por razones de su propia moral, decidieron poco menos que abandonar a su suerte; pero también es el hermoso retrato de la batalla que los afectados presentaron firmemente al gobierno, a las farmacéuticas y a una sociedad que los trató como apestados.


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141'

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120 pulsaciones por minuto - by , Jan 25, 2018
3 / 5 stars
Una guerra invisible