Ver cine rumano en España es algo que colinda con el milagro, pero el poco que se ve tiene un nivel extraordinario. Hace un par de años vimos en el Sevilla Festival de Cine La muerte del señor Lazarescu, potentísima crónica de la agonía y muerte de un pobre viejo pensionista. Ahora es Cristian Mungiu quien nos asombra con esta espléndida 4 meses, 3 semanas, 2 días, que ganó merecidamente la Palma de Oro en Cannes y el Premio Europeo del Cine, y que se anuncia como el primero de los irónicamente llamados Relatos de la Edad de Oro, que estarán ambientados en los tenebrosos años de la dictadura comunista, adoptando una fórmula, la serie, que recuerda otros empeños también formidables e igualmente procedentes del Este europeo, como el Decálogo y la Trilogía de los Colores, ambos del estupendo Kieslowski.
Mungiu plantea su historia en los años previos a la caída del Muro de Berlín y, con él, de la oprobiosa dictadura (todas lo son, pero la de este canalla lo fue aún más) de Nicolae Ceaucescu, “conducator” de Rumanía durante muchos, demasiados años; en ese contexto, el delirante régimen había prohibido el aborto, no precisamente por razones de conciencia, sino por la más prosaica de incentivar la natalidad; una chica y su amiga, que viven en una residencia de estudiantes, han de afrontar la interrupción traumática del embarazo de la primera de ellas, a la que la otra, con grave riesgo de ir a la cárcel, la ayuda. El débil equilibrio en el que se mueven ambas, enfrentadas al abortista que les han recomendado, pronto se desmoronará y las abocará a un terrible trauma que corroerá sus vidas. Ni que decir tiene que del director Mungiu no se ha visto aquí su anterior filme, Occident, pero éste le cataloga de inmediato como un digno sucesor de Robert Bresson, el cineasta francés autor de películas como Mouchette, Pickpocket o El dinero, famoso por su extrema austeridad; su cine se caracterizaba por un absoluto laconismo, una total carencia de gestos para la galería y una capacidad para la elipsis como seguramente no ha tenido ningún otro cineasta.
Pues este Mungiu holla esa misma senda: su historia se mueve siempre en escenarios reales, en la oscura, fea ciudad comunista (ambientada a la sazón en algunos barrios viejos de la propia capital, Bucarest, y en la cercana localidad de Ploiesti); una primera parte situada en la residencia de estudiantes es un relato casi costumbrista sobre la época, para después adentrarse en el agónico asunto del aborto y del abominable pago en especie que ello comportará; los diálogos son secos, en especial los que las chicas mantienen con el torvo abortista; pero también el tratamiento fílmico apoya esa austeridad, con planos casi siempre fijos, encuadres que no se mueven ni siquiera aunque los actores salgan de cuadro al levantarse de la mesa, y con planos-secuencia que parecen imposibles, como el de la protagonista (la amiga de la que aborta) en casa del novio, sentada a la mesa durante más de cinco minutos mientras a su alrededor todos hablan, y con sentido, mientras ella se muere de ganas de salir corriendo para asistir a su amiga.
Especial mención para los tres intérpretes principales, todos ellos manifiestamente desconocidos en España, aunque es evidente que en su país tienen una trayectoria: Anamaria Marinca ha ganado un BAFTA (el Goya británico, para entendernos) por un trabajo anterior y está cosechando candidaturas y premios por su matizadísimo trabajo en este 4 meses…; eso sin contar con que ha intervenido en la nueva película de Francis Ford Coppola, aunque en un papel más bien episódico; la chica que aborta es Laura Vasiliu, que ha trabajado en la zeffirelliana Callas forever, cuyo rostro recuerda poderosamente al de Kate Beckinsale, y cuya facultad para el desvalimiento tanto conviene a su papel; y Vlad Ivanov, con igual nombre de pila que su paisano Drácula (ya saben, Vlad Tepes…), un actor de prodigiosa fuerza interpretativa, que hace instantáneamente odioso a su, por lo demás, aberrante personaje.
(02-02-2008)
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