Robert Bresson es el epítome de la austeridad, hasta tal punto de que, cuando se quiere decir de una película que tiene una puesta de escena despojada, pródiga en elipsis y con personajes hieráticos, se suele decir que es una película bressoniana. Por supuesto, el cine de Bresson perseguía con esos criterios estéticos potenciar el mensaje sin dejar que el medio, el atrezzo, la historia, lo distorsionara: lo importante para el cineasta francés era transmitir su idea, no la forma en la que se contaba.
Pickpocket pertenece a la que quizá sea la mejor etapa de Bresson, la que se extiende a lo largo de las décadas de los años cincuenta y sesenta, con películas casi eremitas como El diario de un cura de campaña (1951), Un condenado a muerte se ha escapado (1956), El proceso de Juana de Arco (1962) o Mouchette (1967), todas ellas películas transidas de una amargura, de una tristeza existencial tan sublime como (por qué no decirle) deprimente.
La idea que subyace en Pickpocket es la de que hasta qué punto aquellas personas con una inteligencia muy superior a la media han de ajustarse a las leyes que rigen, teóricamente, para todos. Ese de alguna forma complejo de superioridad del protagonista (ayudado, por qué no decirlo, por dos circunstancias conexas nada despreciables: su dificultad para encontrar un empleo y, no menos importante, las pocas ganas de “doblarla”, como decimos en mi tierra) será el “leit motiv” para que nuestro brillantísimo protagonista se dedique a birlar carteras, relojes y otros activos de valor a confiadas personas que no imaginaban que aquel individuo cetrino a su lado parado en el metro, el autobús, la bulla, estaba aligerándolas de peso...
Película de un ascetismo excepcional, los intérpretes, compelidos por el propio Bresson, también actúan al margen del naturalismo que les es habitual; con especial énfasis, el protagonista, Martin LaSalle, en su primera aparición ante una cámara, es el hieratismo en persona: declama sus diálogos siempre con la misma entonación, con la misma atonalidad monocorde. Por supuesto, es algo buscado: no se trata de un film realista sino que entra casi en el terreno del cine simbolista: la historia del hombre que se creía superior a los demás y que, por tanto, no tenía que plegarse a las normas de los mediocres ni a sus sentimientos: de ahí la renuencia a visitar a la madre moribunda, de ahí la dificultad para mantener una relación sentimental, sexual, que pudiéramos llamar normal.
Despojamiento, puesta en escena espartana, austeridad, minimalismo, elipsis, blanco y negro al servicio de lo que se narra... afortunadamente, el cine de Bresson, un cine sin alharacas, tiene herederos: sin ir más lejos, su simiente está en cineastas como el finés Aki Kaurismäki o nuestros Francisco Regueiro y Jaime Rosales, entre otros.
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