Daniel Guzmán es un actor generalmente de reparto al que el albur ha encaminado parcialmente por los senderos de la comedia, quizá porque algunos de sus éxitos más sonoros se han inscrito en ese género, singularmente títulos como las sitcoms televisivas Aquí no hay quien viva o, en menor medida, La familia Mata.
Curiosamente también, sus trabajos en cine como actor se han orientado por otros derroteros, como en Éxtasis (1996), de Mariano Barroso, o Cuando todo esté en orden (2002), de César Martínez Herrada, filme este último con el que este A cambio de nada (su opera prima como director en largometraje) tiene más de un punto en común. Dejando a un lado que ambas son coproducciones andaluzas (aunque la película que comentamos está rodada principalmente en Madrid), su tono es similar, con un joven (en distintos estadios de edad) que se ha enfangado en la pequeña delincuencia. En Cuando todo… ese joven, ya veinteañero largo (el propio Guzmán), está consiguiendo salir del infierno de la droga que lo llevó a delinquir; en A cambio… podría ser ese mismo joven en su etapa adolescente, cuando está aún iniciándose en el camino del pequeño delito.
Rodada con amor y buen pulso, A cambio de nada resulta ser entonces un intenso melodrama de corte realista, casi naturalista, sobre el temprano acceso al crimen, sobre la forja del mínimo delincuente que irá creciendo, también, en desmanes, en mentiras para cubrirse torpemente, en daños colaterales que podrían resultar muy graves para gente a la que quiere. Sin moralismos pero con firmeza, Guzmán habla de los hogares desestructurados donde los adolescentes campan a sus anchas. Quizá no haya solución, porque todos tienen (tenemos) derecho a rehacer las vidas quebradas por el desamor, la desidia, la indiferencia, cuando no el maltrato. Pero ello no quita para que, efectiva y objetivamente, esa desestructuración sea el perfecto caldo de cultivo para estos infelices robaperas, que ni siquiera roban para comer sino por el mero placer de hacerlo, por el frenesí del riesgo.
Obra interesante, su tema le hace especialmente querido, es un filme que cae irremediablemente bien. Es cierto que no tiene una caligrafía muy cuidada, aunque Guzmán, como director, se revela como un cineasta seguro y con ideas. Su cine comprometido no suena a cansino, a repetitivo, como tantas otras veces, y ése es ya un notable valor añadido que ha de reconocérsele plenamente.
Buen trabajo del neófito protagonista, Miguel Herrán, en su primer papel para el cine. Tras él, dando prestancia y solidez al producto, muchos consagrados compañeros de interpretación de Daniel Guzmán tienen papeles secundarios, desde Luis Tosar a Miguel Rellán pasando por Roberto Álvarez, entre otros.
A cambio de nada, finalmente, resulta ser una libérrima versión de un aprendiz de pícaro, de un desvalido Rinconete del siglo XXI, un chaval al que la atracción del abismo, del dinero fácil, la identificación con un pobre diablo que quiere aparentar lo que no es y que se convierte sarcásticamente en la imagen paterna de la que carece, le aboca a una espiral de autodestrucción, en una caída que parece no tener fin.
Muy justamente, el filme fue multipremiado en el Festival de Cine Español de Málaga y también en el Toulouse Cinespaña.
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