Lamentablemente, ésta tampoco será la versión definitiva sobre la vida y la obra (vale decir conquistar casi todo el mundo conocido en el siglo IV a.C.) de Alejandro, el rey macedonio al que la historia conoce con el apodo de El Magno o El Grande. Se han sucedido los errores: el primero, conceptual, porque el personaje de Alejandro es un efebo dubitativo, con complejo de inferioridad con respecto a su padre y un odio soterrado contra su madre, a la que cree instigadora del asesinato de su progenitor. ¿Así era realmente el carácter del líder que fue capaz de derrotar a Darío, el invencible rey persa, y plantarse en la mismísima India, a miles de kilómetros de su tierra, conquistando cuanto encontraba a su paso?
Otro error de bulto es la elección del protagonista, no ya porque Colin Farrell no dé el papel (que no lo da: no hay quien se lo crea con esos ricitos teñidos de rubio, mientras la hirsuta barba, incluso requeteafeitada, le sombrea escandalosamente la cara), sino porque este sin duda esforzado e interesante actor irlandés carece del carisma que había, necesariamente, de desprender el monarca heleno, alguien que tuvo fuerza para llevar tras de sí a miles de soldados, y aguantarlos lejos de sus hogares y del lecho de sus esposas durante varios años. Eso, desde luego, no parece capaz de hacerlo Farrell, cuya falta de carisma acentúa la impresión de adolescente mentalmente endeble que transmite, tal vez involuntariamente, Stone. Pero es que además la película es lenta, aburrida, con larguísimas digresiones, como la recurrente narración de Ptolomeo (un Anthony Hopkins, como siempre, excelente), y con unas escenas bélicas que, como ya ocurriera en la también stoniana Platoon, buscan impactar apabullando, mediante un montaje rapidísimo que impide al espectador enterarse de nada, no quedándole más opción que dejarse llevar por un torbellino de imágenes.
Y para remate de los tomates, Stone nunca ha sido un dechado de virtuosismo fílmico ni un prodigio de sutileza cinematográfica: esa escena de guerra en la India, contra los elefantes, virando a rojo el follaje de los árboles cuando la batalla se torna una auténtica carnicería... Un director con un mínimo de sentido artístico no se lo hubiera permitido jamás.
En cuanto al escándalo que ha suscitado en USA (y en Grecia, ¡no te jode, donde inventaron el "griego"!) las referencias a la bisexualidad de Alejandro, no cabe sino decir que hay en cualquier capítulo de la serie televisiva de moda en España, Aquí no hay quien viva, más sexo gay que en esta tan casta visión del perfil "queer" del mítico caudillo macedonio. En definitiva, este Alejandro no sólo no es Magno, sino que no llega ni a coñac de garrafa (lo siento, no he podido resistirme al chiste malo...).
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