Los videojuegos son desde hace tiempo un nuevo venero que aporta sus temáticas y estéticas al cine, de la misma forma en que ya lo hacían, desde hace más de un siglo, las artes clásicas: teatro, danza, música, arquitectura, pintura, fotografía… Claro que por ahora no se puede decir que esa aportación del videojuego haya sido muy provechosa que digamos. De hecho, ninguna de las muchas adaptaciones al cine que se han hecho de populares videojuegos ha resultado en una película ni siquiera medianamente decente. Tampoco será Assassin’s Creed la que rompa esa norma que, por ahora, no tiene excepción.
Y eso que en principio se contaba con mimbres más que interesantes: la producción era costeada (120 millones de dólares), se contaba con un director renombrado, el australiano Justin Kurzel, cuyo título anterior, Macbeth (2015), fue justamente elogiado por la crítica; también uno de los guionistas de aquel notable empeño shakespeareano, Michael Lesslie, intervenía en el libreto de esta versión al cine del famoso videojuego. El reparto incluía intérpretes de reconocida solvencia, desde Michael Fassbender, quizá el mejor actor de su generación, a la exquisita Marion Cotillard, ganadora de un Oscar, y Jeremy Irons, en la mejor tradición de los eximios actores británicos. Entonces, ¿qué ha fallado? Da la impresión de que el problema parte de la base del filme, la temática del videojuego, que aunque para matar marcianitos (uy, perdón, templarios…) está muy bien, a la hora de trasladarlo a un universo con lenguaje distinto y (¡ay!) diferente y superior sustrato cultural, como es el cine, se queda en nada.
Porque la historia, sinceramente, se nos da una higa: en nuestro tiempo, una difusa corporación multinacional, que en realidad esconde la antigua Hermandad de los Templarios, utiliza la tecnología más moderna para construir el Animus, un artilugio que permite retroceder en el tiempo de los ancestros del usuario que lo utilice; un criminal convicto y confeso es supuestamente ejecutado por sus fechorías, pero realmente es utilizado por la corporación para que se retrotraiga con el aparato de marras hasta el siglo XV, en España, para recuperar las andanzas de uno de sus ancestros, miembro de la secta Assassins, que lucha encarnizadamente con los Templarios desde tiempo inmemorial…
Así las cosas, pareciera que tanto Kurzel como su guionista y todo el empaque de producción del filme no sirviera sino para poner en escena esta marcianada y hacer caja. Lo que pasa es que las escopetas las carga el diablo, y la respuesta del público (que no es tonto, aunque algunos crean que sí) ha sido muy, pero que muy tibia, por no decir gélida. Si Kurzel pensaba que bastaba con poner su oficio (más que demostrado) y rodar rutinariamente lo que para él seguramente es un engendro (después de hacer Macbeth, ya me dirán…), se equivocó de medio a medio. O bien ha hecho lo que proponía Woody Allen, toma el dinero y corre, porque con buen criterio no ha intervenido en la producción.
Con independencia de que la historia es una majadería, la realización de Kurzel es, efectivamente, ramplona, tributaria del estilo del videojuego, con mucha lucha coreografiada, mucha exposición de la vistosa musculatura de Fassbender, mucho “look” sucio, muchas artes marciales al estilo oriental, cuando en aquella época el conocimiento que se tenía de Oriente en Occidente era prácticamente nulo. Los disparates se suceden, el guión es confuso y lleno de lagunas, la coherencia es una de las primeras víctimas y, en general, el desastre es mayúsculo. No se aprovecha una época tan interesante como finales del siglo XV en España, cuando confluyeron varios acontecimientos históricos de enorme relieve: el Descubrimiento de América, la conquista del Reino de Granada, que conllevó (junto con el matrimonio de los reyes Isabel de Castilla y Fernando de Aragón) la consolidación de España como estado, la creación de la devastadora Inquisición o la expulsión de los judíos del territorio español. Todo eso, o no está, o está de forma desfigurada, en un disparate que, encima de todo, aburre mortalmente con tanta lucha, tantas escenas que parecen hechas por los saltimbanquis del Circo del Sol en vez de por las gentes del siglo XV, entre cuyas habilidades a buen seguro no se contaban las de aerodinámicos acróbatas.
Hasta Fassbender, Cotillard, Irons y Rampling, que son magníficos, aquí están perdidos, sin saber demasiado bien cuál es su papel. Lástima de ocasión, de importante empeño cinematográfico; volvemos al principio: no es este el camino para hacer que la aportación del videojuego al cine sea realmente valiosa. Habrá que seguir esperando…
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