Edgar Wright es un cineasta inglés, ya cuarentón, que empezó a hacer cine con veinte años, a mediados de los noventa. Su carrera está plagada, sobre todo al principio, de series de televisión. En los últimos años se ha dedicado más al cine, con algunos largometrajes que han llamado la atención por la desinhibida mezcla de comedia, acción y elementos del cómic; también por sus osadas apuestas formales. Películas como Scott Pilgrim contra el mundo (2010) o Bienvenidos al fin del mundo (2013) han sido adoradas o aborrecidas por igual. Baby driver parece la apuesta definitiva del cineasta británico por hacerse un lugar en el mundo del cine de acción de Hollywood, aunque sin perder su muy peculiar personalidad.
Baby es un veinteañero que quedó huérfano de pequeño, al morir sus padres en un accidente de tráfico. Está traumatizado por ello, y sobre todo por los malos tratos que su padre infligía constantemente a su madre, lo que de alguna forma propició el accidente. El chico ha desarrollado una sorprendente capacidad para conducir de forma temeraria sin tener choques; mantiene una deuda con un hampón que, para que se la restituya, le encarga ser el chófer de los atracos que monta, siempre con gente diferente, lo “mejor” de cada casa; además de ejercer de chófer de los cacos, el chico les lleva también los cafés a su compañeros, en un caso de polifuncionalidad muy de esta época… Al mismo tiempo que el joven termina de pagar su deuda conoce a la chica de sus sueños, así que concibe un futuro esperanzador, aunque no será fácil…
El problema de Baby driver es que mezcla brillantísimas escenas de acción con una historia tirando a marciana, incluyendo una línea argumental romántica de las que te puede dar un coma diabético por hiperglucemia: hacía tiempo que no se veía una historia amorosa más edulcorada y rosácea, de las que parecen estar evocando permanentemente a San Valentín o al profano Cupido. Así las cosas, lo mejor del filme es, como cabía esperar, todas las secuencias de acción que se desarrollan a bordo de coches, en las que el protagonista deberá demostrar su impagable pericia. Es buen cine de acción, sin duda, filmado con muchísima clase por este cineasta perito en el tema, pero argumentalmente la película es más bien insustancial, sin auténtico tema, más allá de la posibilidad de escape (un coche, una carretera, una chica, un temazo en el ipod: cada cual sueña con lo que puede…) de un chico traumatizado desde la infancia.
Wright es un virtuoso de la cámara; los créditos iniciales están filmados sobre un largo plano secuencia en movimiento con el que viene a decir, mira qué guay soy. Pero los virtuosismos, hoy por hoy, no aportan gran cosa en un cine que es, en general, exquisito formalmente, aunque (como en este caso) también generalmente inane en el fondo.
Demasiada poca sustancia, entonces, en un filme que empieza y acaba sobre sí mismo, sobre un pipiolo sin sombra de barba que conduce como si no hubiera mañana. Claro que a lo mejor es que no lo hay…
El protagonista, Ansel Elgort, saca partido a su habitual cara-de-palo, que conviene bien al personaje. Claro que con esa “ductilidad”, ya demostrada en Carrie (2013) y Divergente (2014), no le veo mucho porvenir… De los demás me quedo, como era de prever, con un Kevin Spacey que deja a todos los demás en mantillas cuando aparece en pantalla. Defrauda un tanto Jamie Foxx, que podría haber sacado más partido a su desquiciado personaje. Entre los secundarios, en un pequeño papel, aparece Paul Williams, ese gran músico (aunque pequeño de cuerpo), que tiene también una dilatadísima carrera como actor de soporte, una presencia siempre grata.
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