La actual falta de historias que llevar a la pantalla está haciendo que Hollywood se ponga el mundo por montera y vuelva a rodar filmes que se han convertido ya en clásicos modernos. Es el caso de Carrie, rodada en 1976 por Brian de Palma sobre la novela de Stephen King, llevada de nuevo a la gran pantalla 37 años después, ahora por una cineasta, Kimberly Peirce, que obtuvo un notable éxito a finales del siglo pasado con Boys don’t cry, pero que después no ha tenido una carrera digna de tal nombre. Quizá se ha escogido a esta directora por la sutil descripción de la diferente que suponía aquel filme, pues al fin y al cabo la historia de Carrie, en novela y en película, no deja de ser la del cuento del patito feo, un patito feo que, cuando le tocan las narices, explota en una orgía de violencia vesánica.
Pero la nueva Carrie no termina de convencer nunca. De entrada, resulta ser una película escasita de personalidad, limitándose a remedar de forma rutinaria el guión que Lawrence D. Cohen escribió para la primitiva versión, y que ahora reescribe con el concurso de Roberto Aguirre-Sacasa, cuyos créditos no son tampoco como para tirar cohetes. Porque lo curioso es que la novela original de King no cuenta una historia de forma tradicional, sino que ésta se narra a través de retazos obtenidos de noticias periodísticas, investigaciones de la policía sobre los hechos ocurridos en la localidad, entrevistas con algunos de los supervivientes de esos hechos… Todo ello fue puesto en modo relato por Cohen, y ahora lo actualiza con la colaboración de Aguirre-Sacasa, actualizando algunos temas, como la filmación de la inicial humillación de Carrie, posible ahora gracias a la cámara de vídeo que todo mortal lleva hogaño en su smartphone, pero en general siendo muy respetuoso con el original. Sí, quizá demasiado…
Lo cierto es que todo lo que se nos cuenta lo habíamos visto ya, y mejor filmado, por Brian de Palma, que al lado de Peirce es como comparar a Scorsese con cualquier chiquilicuatre recién salido de la UCLA. Porque Peirce, la verdad, no tiene precisamente un estilazo, y con frecuencia es marrullera filmando, como esa primera escena de la humillación en las duchas, rodada de forma chapucera, jugando elementalmente con plano y contraplano. Nada que ver, por ejemplo, con la perfeccionista planificación depalmiana de la escena de la coronación de los reyes de la graduación y la posterior y crudelísima chanza de los compañeros de Carrie, aquí resuelta con una mediocridad aplastante, incluso recurriendo a filmar con varias cámaras el baño de sangre de cerdo, pareciendo enteramente que estamos viendo la repetición del último gol de Cristiano Ronaldo…
Porque la original Carrie, sin ser una obra maestra, era una película de una remarcable personalidad, hecha en su justa medida, donde los enfrentamientos entre la madre lunática y la hija torpe que quiere ser como las demás no chirriaba, como ocurre aquí, sin que en ningún momento nos creamos que Julianne Moore es la madre de Chloë Grace Moretz, ni que hay entre ellas más vínculo que el de compañeras de reparto.
Y ésa es otra, quizá el más imperdonable de los pecados de Peirce: tanto Moore como Moretz son actrices extraordinarias; la primera es una intérprete de una ductilidad excepcional, y la segunda es la estrella emergente de su generación, probablemente la mejor de sus pares. Sin embargo, la una está aquí sobreactuada y la otra no se cree en ningún momento su personaje. Eso aparte de que es difícil creer que Moretz sea un patito feo…
Lástima, porque Boys don’t cry era una gran película y nos hizo creer que su autora nos podía dar días de gloria: pues va a ser que no…
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