Sobre una historia real acontecida allá por 1993 en eso que se viene llamando la América profunda (aunque no parece que haya una "América superficial"... ¿o sí?), la directora Kimberly Peirce debuta en la realización de largometrajes con este notable, sensible y magnífico filme sobre la identidad sexual, pero también sobre la intolerancia y, ¡ay!, el miedo que todavía producen en el ser humano las conductas que no se adecuan a los roles tradicionales preestablecidos.
Con un estilo visualmente alejado de las chorradas de diseño que tan en boga están, Boys don't cry (¿tanto hubiera costado titularla en español Los chicos no lloran? Memeces de los distribuidores) profundiza en los abismos de la homofobia, cuando una chica que se siente hombre se adentra por los caminos de la impostura por amor a otra joven. La radiografía de los comportamientos ante hechos que se salen de lo habitual es certera, aguda y ácida. Nadie entenderá por qué una chica se viste con ropas de hombre, se mete un calcetín en los slips para marcar "paquete" y se faja los pechos; y lo que es peor, algunos creerán que esa diferencia sólo puede afrontarse mediante la violencia, no mediante la comprensión y el respeto al otro.
La película no sería lo que es, un noble ejercicio de cine-vida, si no fuera por la presencia magnética de Hilary Swank, la neófita protagonista, que borda el complejo papel de esta Víctor o Victoria, un hombre encadenado a un cuerpo de mujer, al que confiere humanidad, verosimilitud y sinceridad. Swank, justa ganadora del Oscar a la Mejor Actriz, se lo merece por las dosis de credibilidad que confiere a su andrógino rol, un objeto de deseo que, como el ángel de Teorema, cambiará las vidas de aquéllos que le rodean.
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