Pues, qué quieren que les diga, no participo del vapuleo general que la crítica ha propinado a esta nueva edición de los superhéroes de DC Comics. Hombre, lo de juntar a dos de sus mitos y ponerlos a pelear suena como a infantil, pero lo cierto es que, si se profundiza un poco, la cosa es cualquier cosa menos para niños. El filme de Zack Snyder mantiene el mismo tono adulto, oscuro, casi tenebroso, que alienta al cine de superhéroes desde principios de este tercer milenio, desde que Batman begins (2005), de Christopher Nolan, impuso un nuevo canon del Hombre Murciélago y, por extensión, del resto de héroes enleotardados (al menos de DC Comics: los de Marvel van a su bola…). A partir de Nolan, tanto Batman (en el mentado filme, pero sobre todo en El Caballero Oscuro y El Caballero Oscuro. La leyenda renace) como Superman (en El Hombre de Acero, precisamente de Zack Snyder) han cambiado los esquemas y ahora sus protagonistas son seres atormentados por sus facultades de deidad, en el caso del hijo de Krypton, o por su capacidad para luchar contra el mal con su abultada faltriquera, en el del hombre murciélago.
Así, Batman v. Superman… es una continuación lógica de esos parámetros llamémosles adultos del cine de superhéroes. De hecho, su comienzo entronca con la parte final de El Hombre de Acero, de tal forma que de aquellos polvos vienen estos lodos, al provocar la titánica lucha de Superman contra los kriptonitas comandados por el General Zod un auténtico apocalipsis en Metrópolis, con lo que la población (y Bruce Wayne, o lo que es lo mismo, Batman, que tiene una sensible pérdida en semejante refriega) comienza a recelar de este dios venido del espacio que podría suponer un riesgo para la seguridad del planeta.
A partir de ahí, y con la cizaña que siembra ladinamente el villano Lex Luthor (aquí se ha preferido al malo por excelencia de Superman en lugar de los de Batman, que son varios y a cual más “friki”: el Joker, Dos Caras, Espantapájaros, Enigma, Freeze…), los dos enleotardados irán progresivamente enfrentándose, y no sólo por las ladinas maniobras luthorianas, sino también por el ego, ese pecado capital.
Es cierto que el guión de Batman v. Superman: El amanecer de la justicia es confuso y con frecuencia abigarrado, como si los libretistas (los sin embargo muy curtidos David S. Goyer y Chris Terrio) hubiesen tenido problemas para poner en pie esta historia de (en el fondo) ficticio enfrentamiento entre dos paladines del bien, auspiciado por el taimado de turno. Pero, con independencia de que la historia es estrafalaria, con frecuencia inverosímil y con más flecos que un mantón de Manila (lo que, dicho sea de paso, es más bien imperdonable en la poderosísima industria cinematográfica de Hollwood), lo cierto es que el resultado interesa, sobre todo porque en el enfrentamiento entre Dios y el Hombre que supone la lucha entre los dos superhéroes, hay interesantes componentes de pequeñas miserias que humanizan a los omnipotentes, pero también hay estimulantes disquisiciones sobre qué papel juega la justicia cuando alguien se sitúa por encima de ella, en una interpretación sobre los poderes absolutos que es, cuando menos, intrigante, y cuando más, reveladora.
Por supuesto, estamos ante un filme cuyas cartas de presentación incluye una fastuosa apariencia, una presencia impresionante, con esos aparatosos y carísimos efectos especiales y visuales como sólo el cine USA se puede permitir, en esa faceta de la cinematografía jolivudense que parece disfrutar coventrizando sus más queridas señas de identidad, llámese el Nueva York apenas oculto bajo los heterónimos de Metrópolis o Gotham, en secuencias que, por momentos, recuerdan poderosamente el apocalipsis de las Torres Gemelas. Y es que el cine de acción hodierno en Hollywood, sobre todo tras el 11-S, parece una sesión continua del “delenda est Carthago”, sólo que aplicándolo aquí a los amigos en lugar de a los enemigos.
Me quedo, entonces, con un filme evidentemente irregular y descompensado, con un metraje excesivo que se hubiera podido recortar en media hora sin que sufriera el conjunto, pero también un filme estimulante, con ideas portentosas, como la impresionante secuencia inicial de los títulos de crédito, un prodigio de concepción, montaje, elipsis y detallismo, incluida una caída a otro mundo, a la manera de la Alicia de Carroll, que no deja de ser sino el envés de aquel paraíso de conejos apresurados y gatos risones.
Entre los intérpretes el duelo entre Affleck y Cavill se decanta por el primero, mucho más en la línea adulta marcada por la adaptación de los DC Comics desde principios de siglo, un héroe atormentado por sus capacidades pero también, ¡ay!, por sus limitaciones, quizá secretamente envidioso de las cualidades taumatúrgicas del Hombre de Acero. De las chicas me quedo con Amy Adams, como siempre espléndida, una de las mejores actrices de su generación, y por supuesto con Holly Hunter, que fue una de las grandes de los años ochenta y noventa, para después dispersarse en papeles olvidables, y que aquí renace como una senadora de fuertes convicciones democráticas. Pero por supuesto la revelación es Gal Gadot, la actriz israelí que compone el rol de Wonder Woman, la Mujer Maravilla que se convierte en la auténtica robaplanos en la película.
Por el contrario, la elección de Jesse Eisenberg como Lex Luthor se revela un lamentable error de casting. Quizá se ha querido repetir el éxito de Heath Ledger como el Joker en El Caballero Oscuro, pero Eisenberg carece de trastienda, es un cómico de escasos recursos y una desmesurada vocación por el histrionismo vacuo, que da la impresión de haber salido de la serie American Pie, y cuyas máximas maldades no parecen exceder de tirarse un eructo o un cuesco. ¡Ah, qué nostalgia de ese personaje, Lex Luthor, en manos de Gene Hackman, incluso de Kevin Spacey!
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