He aquí una de esas raras películas que llenan el alma de los buenos aficionados al cine, de aquéllos que cuentan entre los mejores recuerdos de su vida tantas horas pasadas a oscuras, frente al lienzo de plata lorquiano, milagrosamente transformado cada tarde, cada noche, en un mundo de sueños irrealizables, pero realizados, donde generaciones enteras de niños aprendieron, aprendimos, a reír, llorar, cantar, bailar, sentir, temblar, amar: vivir.
Cinema Paradiso gusta porque cuenta nuestra historia, la de aquel niño fascinado por el horizonte sin límites del Oeste americano, los océanos preñados de aventuras, las tenebrosas historias de monstruos sin nombre. Sustituido hoy por el medio “light” televisivo, el en otro tiempo espectáculo de masas habrá de ser, y será, un referente vital para todo ser humano de más de 40 años: los de menos, y que se salve quien pueda, generalmente prefieren otras cosas, y están en su derecho. Pero haciendo uso de su legítima capacidad de elección, la adolescencia que prefiere Bola de Dragón a La diligencia, Aquí hay tomate a West Side Story, o El diario de Patricia a Espartaco, estarán no sólo labrando su propio descerebramiento, sino también perdiéndose cabalgadas sin cuento, amores irresistibles, aventuras libres y salvajes.
Pero, ¿en que estribó, en su momento, el éxito de Cinema Paradiso? Aparte de tocar la fibra sensible del buen aficionado, que se reconoce en el niño, el adolescente, el hombre maduro (la misma persona, distintas edades), la película de Tornatore es sencilla y directa: no sólo habla de cine, del cine de siempre, sino también de sentimientos: la admiración del pequeño huérfano por el proyeccionista Alfredo, poco menos que Dios a los ojos de par en par de un mocoso de siete años; el deseo, casi la urgencia testaruda y decidida del arrapiezo por aprender aquel oficio que le convertía de criatura en creador, permitiéndole pasar de mortal vidente de sueños cinematográficos a controlador de las dádivas fílmicas; la amistad entrañable, casi paterno-filial, sin sombra de pecado, entre el proyeccionista y el pequeño cinéfilo; ya en la adolescencia, el primer amor, el que nunca se olvida, el que deja marcado el corazón con una divisa inflamada, un recuerdo imperecedero, un regusto de ternura por lo que pudo haber sido, aunque realmente llegara a ser; la sensación de alcanzar la madurez, siempre tan inmadura, y con ello dejar de ser el niño que tanto añoramos.
Cinema Paradiso juega hábilmente esas bazas, con un guión magnífico y actores creíbles: el excelente Philippe Noiret haciendo toda una composición de su papel, quizá el personaje más emotivo que haya interpretado en cine; el pequeño Salvatore Cascio, un hallazgo que recuerda, salvando las distancias, al Pablito Calvo de Marcelino, Pan y Vino; o Jacques Perrin, quizá en el más difícil papel del film, el niño ya hombre que recuerda su vida junto a Alfredo, junto al Cinema Paradiso.
(17-01-2007)
125'