Darren Aronofsky es sin duda un director que no deja indiferente, puede provocar insomnio, ataques de ansiedad o incluso una considerable angustia, pero no aburre, eso está claro. Su cine suele ser perturbador y su pericia tras la cámara ha logrado crear angustiosos y laberínticos universos en los que el espectador queda atrapado durante el metraje de la película (a veces incluso después: horas, semanas, meses más tarde rememora escenas escalofriantes, se despierta con sudores fríos). Su breve filmografía insiste en destilar, como si la cámara se convirtiera en un tubo de ensayo, los componentes de esa sustancia a la que llamamos naturaleza humana: su maleabilidad, su pureza o su toxicidad, su alto índice --la mayoría de las veces-- en ácido sulfúrico, así como su volatilidad y su alarmante inestabilidad. Tampoco deja de avisarnos de los peligros de combustión de esa sustancia: en cualquier momento todo puede saltar por los aires. También en esos tubos de ensayo, Aronofsky sabe hacer alquimia de vez en cuando, como en esta ocasión con Cisne negro, en la que el oro (buenos resultados en taquilla quizás por la presencia de Natalie Portman en el casting) viene acompañado de una sustancia mucho más preciada y poco común: el buen cine.
Una vez más nos encontramos con tortuosas tramas que nos hacen oscilar entre el horror y la fascinación, entre la atracción y el asco. En el cine de Aronofsky hay sin duda una morbosidad quizás deudora del Cronenberg más físico que utilizaba la metáfora del cuerpo y su mutación para hablarnos de la parte más monstruosa de nosotros mismos, la que todos llevamos debajo de la piel, lo que somos realmente: seres terroríficos (seguro que recuerdan a algún vecino, a su suegra en nochebuenas interminables, antiguos novios o novias que parecían beber sangre... A veces uno mismo mirándose al espejo un domingo de resaca o después de haber matado a alguien...).
Sus personajes obsesivos, autodestructivos, siempre columpiándose en los abismos de la locura, suelen mostrarnos caminos no tan lejos de nuestros itinerarios cotidianos. Así, si en Réquiem por un sueño teníamos el calvario de aniquilación al que lleva la droga, y en Pi, los infinitos jeroglíficos cabalísticos en los que se perdía un pobre matemático en su afán de controlar el caos, en este Cisne negro Aronofsky nos enfrenta con el terror más definitivo: la horripilante criatura que todos escondemos debajo de la piel (y que en este caso tiene plumas negras que atraviesan filosas la epidermis en escenas de una plasticidad perturbadora). ¿Les suena de algo Dr. Jekyll y Mr. Hyde? En efecto, póngales tutú, van a representar un “pas de deux” durante 108 minutos.
Nina, una bailarina seleccionada para interpretar el papel principal en un montaje de El lago de los cisnes, deambula durante toda la película entre espejos persiguiendo a su reflejo, ese “doble” un tanto díscolo que se empeña en ir a su aire en las coreografías, rascarse brutalmente la espalda o arrancarse padrastros de una manera poco sensata. El thriller psicológico se construye sobre la progresiva paranoia a la que el perfeccionismo y la obsesiva disciplina tan común en el ballet llevan a la protagonista antes del estreno. Natalie Portman compone aquí un exquisito personaje --trabajo sin duda merecedor de la estatuilla en los próximos Oscars-- construido sobre la autoexigencia, el miedo ante la voraz competitividad tras las bambalinas (esa Eva al desnudo una vez más) y la represión sexual.
Mención especial merece el meticuloso retrato de los estragos del control materno (genial la escena de la masturbación interrumpida por la visión de la madre que dormita junto al lecho de su hija). En efecto, el escenario es terrorífico... inevitablemente Nina se verá empujada más allá de la locura y de la muerte, transformándose en otro ser distinto a aquella dulce y frágil bailarina que encontrábamos al comienzo del filme. Esta progresiva mutación que explora el lado más oscuro que todos atisbamos de vez en cuando al otro lado del espejo, es paralela al libreto del ballet en el que el cisne negro, Odile, suplanta al pobre y hechizado cisne blanco, Odette, arrebatándole el amor del príncipe y condenándola a la muerte... En fin, no se quejen luego de spoilers, yo no les digo nada, ha sido Chaikovski… pero sí avisarles de que, como en otros filmes de Aronofsky, siempre hay cierto moralismo. No hay que asomarse demasiado a los precipicios, uno se puede caer. El tema del castigo una vez más (recuerden ese desolador final de Réquiem por un sueño, la más convincente campaña antidrogas que se ha hecho nunca: ni acercarse a un porro, ni olerlo... ¡qué susto!) quizás sea lo que perjudique a esta película con cierto toque de parábola y consabida moraleja desembocando precipitadamente en un final un tanto previsible.
Difícil mezcla la del terror psicológico, cada sustancia debe de estar muy medida, la temperatura de los fluidos controlada, atmósfera cero... si no, corremos el riesgo de que, como en este caso quizás ocurra, se le hagan más concesiones al terror que a la psicología y la conclusión pierda cierta coherencia y una mayor profundidad en pos de un efectismo quizás más espectacular... más taquillero... (esa alquimia, ese oro...). Quizás ese sea el único reproche a un filme que por lo demás tiene una factura impecable, reconocida en sus cinco nominaciones al oscar: película, director, actriz, montaje y fotografía, así como la firma de un cineasta original, con una personalísima forma de narrar. Aronofsky tiene una capacidad infinita para crear mundos inquietantes y maneja las imágenes con una ductilidad onírica muy eficaz a la hora de hablar de los miedos y miserias de los seres humanos. Usa la metáfora visual con una precisión perturbadora, sabe mostrar hasta lo que pasa por dentro de una cabeza trastornada... un cineasta al que no hay que perder de vista, con una sensibilidad capaz de redimir al embrutecido Mickey Rourke en El luchador rescatándolo del ostracismo con el mejor papel de su carrera.
En fin, no se la pierdan. Tomen nota por cierto de la mala leche del diálogo (o quizás sea yo y mi mente retorcida) cuando Winona Ryder, malograda ex-primera bailarina, recrimina a Natalie Portman el que robara pequeños objetos de su camerino, una barra de labios, unos pendientes... literalmente el diálogo es así: --¿Has robado esto?, --Es que quiero parecerme a ti... En fin, chistes con la cleptomanía de Winona Ryder, interpretando irónicamente a una estrella del ballet aniquilada por el ansia de perfección, extraviada hasta la locura, quizás estas cosas no sólo ocurren con tutú sino a cualquiera que tenga la presión del éxito sobre sus hombros, quizás también le ocurriera a una joven estrella de cine de carrera rutilante como fue la Ryder en los 90... al final a todos se nos va un poco la cabeza con esto de perseguir el éxito, ya sea robando en probadores o mutando en cisne negro... quizás sea más cómodo ser un perdedor, al menos más saludable... ¿pa’ qué tanto stress?
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