La ya algo lejana Pi. Fe en el caos fue una auténtica rareza a vueltas con los números, la cábala y la Bolsa, extraño maridaje que el entonces desconocido Darren Aronofsky, con tres perras gordas y muchísima imaginación y aún mayor desvergüenza, llevó a término en los estertores del milenio pasado (sí, ya sé que dicho así parece mucho tiempo, pero realmente hablamos de 1998…). Nadie podía imaginar que, diez años después, aquella rara ave iba a hacer un filme que podría considerarse en las antípodas, la historia de un avejentado luchador de “catch”, cuya mejor época pasó, y que sobrevive como puede con exhibiciones y combates del tres al cuarto, con una vida sentimental lastimosa, enamorado, quizá sin remedio, de una “stripper” que (no hay que reprochárselo…) no acaba de decidirse, y con una hija a la que apenas frecuentó cuando niña y que no le perdona aquella infancia naufragada.
Aunque quizá tampoco hay tanta distancia, porque la historia de este pedazo de carne vieja, como él mismo se define en cierto momento, tampoco está tan lejos de aquella desquiciada historia de dígitos que buscaba nada menos que el verdadero nombre de Dios. Aquí quizá el luchador busca su verdadero nombre, o lo que es lo mismo, a estos efectos, su lugar bajo el sol en el mundo, quizá para averiguar que su sitio no es sino ser quien es, un ectoplasma apenas humano que tuvo su momento de gloria, aunque fuera en una actividad, la lucha libre, que aunque tiene mucho de patraña, también tiene sus ritos, sus códigos: su honor.
Entrañable en su desventurada composición, este El luchador no sería la notable película que es sin la interpretación de un Mickey Rourke al que no es difícil imaginar como alguien tal vez no muy lejano de su personaje: actor que gozó de inusitada fama en los años ochenta, con títulos míticos como La ley de la calle (Rumble Fish) o Nueve semanas y media, ahora languidecía en títulos manifiestamente olvidables, hasta que fue rescatado por Aronofsky para hacer este papel que, con toda probabilidad, es el mejor de su carrera, incluidos aquellos que, cuando era un mocetón, le dieron lustre y fama. ¡Ay, “sic transit gloria mundi…”!
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