Realmente es curioso el itinerario profesional del autor de este filme: Spike Jonze, fotógrafo de élite, afamado autor de videoclips y anuncios de todo jaez, parecía predestinado, en su salto al cine (al Cine, si lo decimos con propiedad), a ser uno de esos directores especializados en películas "de diseño", preciosistas, un David Hamilton de pitiminí (por cierto, ¿se acuerda alguien de Hamilton y sus películas, como aquella Bilitis que era una colección de bollos con flou?), un cineasta que se dedicaría al cine visual sin contenido. Y sin embargo resulta que Cómo ser John Malkovich no tiene nada de esto; parece un filme hecho por alguien que no diera más importancia a la imagen que la que tiene; en cualquier caso, no la de un fotógrafo o un videoclipero.
La "opera prima" de Jonze plantea varias cuestiones, a cuál más sabrosa: la identidad personal, pero también la sexual. La necesidad de muchos seres humanos (tal vez de todos; ¿por qué, si no, nos gusta tanto el cine, el teatro o las novelas, si no es para poder vivir otras vidas?) de ser otros distintos a los que son, de la insatisfacción por ser quien se es. Pero además Jonze opta, con buen criterio, por romper con las normas de la realidad en este viaje alucinante al fondo de la mente (de John Malkovich, para ser exactos, que aquí, además de autoparodiarse, se proporciona una buena dosis de complacencia a su ego), y lo que parece una comedia urbana finisecular se convierte pronto en un delirante disparate cuando se descubre que un portillo en una oficina conduce, directamente, a la mente del actor del título.
Así las cosas, casi todo es posible; pero, sobre todo, lo es porque Jonze se toma las cosas con ganas de cachondeo, y pronto tendremos varias combinaciones, entre ellas sexuales: mujeres que se aman a través del cuerpo de un hombre, hombre en lugar de hombre, mujeres que engendran a la vez como mujer y como hombre. Y fuera de las cuestiones sexuales hay también mucha mandanga: impostar la vida de otro, mangonearla hasta convertir el personaje exterior en una carcasa, en un muñeco, en una marioneta, y nunca mejor dicho...
Obra delirante, desopilante y descacharrante, roza la genialidad en su propuesta absolutamente subversiva: todos podemos ser todos, a poco que nos lo propongamos; ni siquiera nos hace falta una carrocería famosa como la de Malkovich. Somos lo que somos, pero podemos ser otros aun siendo los mismos. Lástima que algún titubeo, algunos momentos de redundancia, en un metraje algo alargado (¿por qué todas las películas "importantes" de hogaño tienen que rondar las dos horas?), no permita redondear una obra perfecta. En cualquier caso, se trata de uno de los debús más estimulantes de la década de los noventa, una de las historias más sugestivas y abracadabrantes que nos ha sido dado contemplar en bastantes años.
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